Mis manos son aves en vuelo que vigorizan las cumbres dormidas de mis senos desfallecidos. Mis dedos, bailarinas en el escenario vacío y oscuro de un teatro sin público ni personal, un teatro que no es concurrido porque la deslealtad lo cerró sin más mutilando el amor, y sin embargo, bailan estremeciendo las fibras sosegadas, despertando la pasión que estaba a punto de ahogarse de aburrimiento y sopor.
El espejo me devuelve la estampa de mi cuerpo desnudo tendido en la cama, el vientre abultado me grita improperios, la cintura extraviada sigue sin aparecer, el cabello sedoso ha huido también. Desvío la mirada con cierto dolor “¡Ya no queda nada!” me digo en voz baja, pero son mis manos las que en su recorrido entonan un himno de placer genuino al que ninguna imagen logra silenciar.
La respiración se agita cada vez más, cierro los ojos. Pienso en que al día siguiente moveré el espejo de lugar…o quizá lo tire por la ventana cuando el camión de limpia pase debajo para no saber más de él. ¡Solo quiero mis manos! Las siento descender ahora por ese vientre voluminoso que imagino sigue siendo la planicie recta que era hace 20 años, antes de las estrías, los embarazos, las obligaciones…y la desidia que llega al saberse…nada.
Encuentran el paraje de mi sexo aletargado, ¡Oh Dios! ¡Que falta me hacía sentirme bien! El temblor de mi cuerpo me dice que sigo estando viva, escucho un jadeo de satisfacción salir de mi boca, esa boca sedienta de aprecio, que clama por beber agua real de otros labios tibios y urgentes de amor. No, no debo pensar en eso. No es hora de pensar, solo quiero gozar las caricias, sentir los dedos expertos a fuerza de explorar la misma cueva abandonada a su suerte que se resiste a seguir así…Sí, así…así…asíííí.
¡Ummmm! ¡Qué bien se siente ser acariciada! Minutos después la puerta se abre. Es él. Me finjo dormida. Intenta no hacer ruido, se quita la ropa, se pone el pijama y se tiende en la cama, se cubre con las mismas cobijas que yo, apoya la cabeza en el mismo almohadón. Ni un solo beso, ni una caricia. En seguida lo escucho roncar. Vuelvo la cabeza, observo esa espalda que conozco tan bien. Por suerte, me quedan mis manos, son ellas quienes me brindan cariño en forma de tacto, quienes humedecen mi centro ahogándolo de placer ¿Qué sería de mi vida sin ellas, mis manos?…por suerte las tengo, las siento y puedo estar segura de su fidelidad.
Elena Ortiz Muñiz