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Sus lágrimas cayeron al mar y recordó una historia que le contaba su abuelo de niña. La historia contaba que hubo un tiempo en que la tierra era árida, no existían los mares ni los océanos. Existían ríos y lagos de agua dulce acumulados por la lluvia, pero el agua salada de los océanos era inexistente.

Esa preciosa extensión líquida de color azul verdoso, que más tarde daría un segundo nombre a la tierra (el nombre de planeta azul), era por entonces una ilusión de algunos soñadores. La fuente de la vida como la llaman algunos, no es más que una alegoría poética para describir algo increíblemente bello, pero es falso. Nunca fue la fuente real de la vida, pues el hombre pobló la tierra antes de existir esta concentración de agua.

La historia de su abuelo contaba que aquellos tiempos fueron unos tiempos especialmente tristes. Quizás por la inexistencia de algo tan bello, hipnótico, cautivador, creador de ilusiones y deseos; como lo es la mar. Pero quien puede saberlo, su abuelo no estaba allí para corroborarlo. El caso era que la gente que habitaba por aquellos tiempos, era desdichada, infeliz, amasijos de carne realmente desconsolados; por lo que todo el día estaban llorando.

Su abuelo contaba que aquellas lágrimas no fueron absorbidas por la tierra, que se quedaron en la superficie formando charcos que se hacían cada vez más grandes. Hasta que el pasar de los años convirtieron esos charcos de lágrimas en mares de lágrimas. Y con el paso de los siglos vinieron los océanos, tal y como los conocemos ahora. Por eso su sabor es salado.

Su abuelo concluía la historia diciendo que aquel océano de lágrimas aplacó aquel sentimiento de desesperación. Que con sólo mirar aquella superficie líquida las penas de los que la contemplaban, desaparecían. La serenidad y la calma inundaron para siempre el corazón de aquellos que miran la mar y contemplan su grandeza. Así el mundo cambió, convirtiéndose en un lugar mejor, más feliz, más habitable.

Pero aquello no era más que una estúpida historia, el cuento de un viejo lunático. Mientras sus lágrimas caían por sus mejillas el mundo le parecía un lugar atroz, cruel e injusto. Y a pesar de lo que su ignorante abuelo le contaba de niña, el ver aquella cruel extensión de agua no la tranquilizaba, no la calmaba, no la consolaba. Al mirar al mar no encontraba ese mágico atributo que le quería atribuir aquella necia historia. No, no había belleza en aquella estampa, había fealdad y maldad. Sólo veía en el mar a un terrible enemigo. Un basto leviatán capaz de las peores crueldades. El mundo estaría mejor sin él. Aquel líquido supuestamente formado por lágrimas (si es que alguien cree en la historia de su abuelo) le había arrebatado lo que más quería en este mundo. Lo único que había amado realmente.

Una ola gigante había borrado de la historia al barco donde faenaba Daniel, y con él a todos los que lo tripulaban. Nunca apareció un solo cuerpo. Sólo algunas astillas y trozos del armazón del barco aparecían todavía por la costa. La ola había devorado sin piedad a todos aquellos hombres. Nada quedó de ellos. Aquella mujer, ahora de pie, frente al criminal que mató a su marido no pudo siquiera enterrar sus restos. No podía perdonar a aquel mar por no permitir que se despidiera de su marido, por obligarle a pensar que quizás no esté muerto, que se ha salvado, que está en algún lugar perdido y sin memoria. Aunque en el fondo de su alma y su razón conocía la verdad.

Nunca más  vería a Daniel.

Y allí de pie, mientras sus lágrimas caían a la mar, aquella mujer ignoraba que éstas se mezclaban con la mar misma, convirtiéndose en mar. Mientras lloraba ignoraba que su fatal enemigo se hacía más grande, más fuerte. Ignoraba que lo alimentaba con su llanto. Que sus lágrimas formarían, para toda la eternidad, parte de esa masa informe. Ignoraba que sus lágrimas hundirían más barcos y producirían más tristeza. Ignoraba que sus lágrimas alegrarán a algunas almas melancólicas, que traerán paz y serenidad a hombres meditativos que la contemplen. Ignoraba que inspirarán a poetas, literatos y viejos lunáticos que expresarán en sus creaciones y fantasías las grandezas y mezquindades de esta enorme extensión de líquido (quizás lágrimas, quizás no), que nos rodea.

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