En uno de mis días solitarios, me propuse conducir por caminos desconocidos. Tomé el del río del norte de muchos afluentes hacia el norte, y de pronto, me tope con un parque casi tan solitario como yo. En el había una fuente con una enorme campana metálica, un puente colgante sobre un arroyo de rápidas corrientes de agua fría y cristalina y además, una pequeña caverna.
El día estaba fresco, pero con un tibio sol otoñal, y fui invitado por el entorno cautivante para dar un vistazo a los alrededores. Allí, en medio del bosque, me salio al paso por primera vez un señor muy particular con quien he entablado una amistad muy especial.
El no mide mas de 60 centímetros, siempre luce ropas de color ocre y lleva un sombrero que a mi entender raya entre lo cómico y lo repelente, aunque se dio cuenta una vez de mi opinión y reacciono de forma muy agresiva.
Me dijo que yo le caía bien y ahora que lo pienso, jamás se me ha ocurrido preguntarle donde vive. Me llamo Oklebursinel, me dijo, y yo le creí. Me dijo que le molestaban los cuervos, pero que estos eran un mal necesario del bosque. Fue también el quien me enseñó a leer los ojos de su gato sin nombre.
Aquel día, el primero de muchos, me enseñó también el sabor agridulce de los macachines, tanto los blancos como los rosados. Me advirtió que no era bueno ir por allí por la noche, pues según sus propias palabras: “los macuines se ponen insoportables”. Le hice caso y deje el bosque antes del crepúsculo.
Retorne a mi casa con una sensación de paz pocas veces alcanzada por mi naturaleza nerviosa e impaciente, tome mi mate como de costumbre y me prometí que nunca dejaría de visitar a Oklebursinel con todo y gato sin nombre, en cuyos ojos, lo primero que leí, fue que su amo era bueno.