La risotada sonó a catarata dentro del colectivo. Y con razón. A un pasajero se le ocurrió decir en voz alta para que lo escuchen todos: “En Estocolmo el colectivo no sale sin que antes el chofer no sople la pipeta que mide el alcohol en sangre. Si registra una sola línea el motor no arranca”
“Eso será allá, acá mejor que arranque cuanto antes, para no llegar tarde al laburo” advierten algunos.
“Usted debe ser uno de esos envidiosos a los que no les gusta que los choferes cobremos un buen sueldo, siempre comparándolo con el de los médicos, como si lo nuestro no fuera más importante” protesta el chofer.
“Mi amigo, cuando este país se parezca a Suecia los huesos suyos y los míos serán solo polvo, tan antiguo como el de los dinosaurios” le comenta otro pasajero a ese que citó a Estocolmo.
“Si alguien tiene algo contra el chofer que vaya a quejarse a la municipalidad, o al sindicato donde los muchachos se ocuparan de atenderlo como es debido. Repito como es debido”. Mandamás del vehículo el conductor se expresa de este modo y para demostrar autoridad imprime mayor velocidad al colectivo. Pasa de largo sin detenerse en una parada. Protesta un pasajero. El lo mira desafiante por el retrovisor. Nadie abre la boca para decir nada más. Yo sigo en silencio. Voy sentado en el último asiento, como siempre, para no verme obligado a cedérselo a nadie. Si viajara en la parte delantera ya estaría levantándome para dejarle lugar a esa viejita que sube ahora. Parece cándida, pero es de esas que te miran fijo esperando tu reacción. No importa que te apiades de ella, difícilmente se sienta humillada, todo lo contrario. Algunas hacen un culto de la simulación.
Aquí atrás, en el último asiento, estoy a salvo también de embarazadas y de discapacitados. No alcanzan a llegar hasta aquí. Antes les ofrecen sentarse aquellos que abandonan el asiento refunfuñando por lo bajo.
Yo estaría dispuesto a ceder el mío, pero no a cualquiera. Para esa pendeja claro que lo haría, hasta mis rodillas le ofrecería para que se siente.
Un pensamiento con algo de lascivia el mío, lo reconozco. Pero me lo callo, no vaya que alguno me acuse de abusador. Hoy en día, hay que cuidarse hasta de decir piropos. Te meten una denuncia y el San Benito no te lo saca nadie. Fuiste. Lo estoy viendo a ese carterista que mete los dedos en el bolsillo trasero del tipo que viaja parado. Quiere robarle la billetera. ¿Qué hago? ¿Le pego el grito? Si me pasara a mi ¿Querría que me alertaran?
“Eh, oiga señor, le están afanando la billetera, mírelo”, le digo fuerte. Me miran, sorprendidos, varios que viajan a mi alrededor. El colectivo sigue su marcha. El punguista pone cara de “yo no soy”. Hasta se molesta conmigo haciéndome una mueca de fastidio. El tipo, al que trataba de extraerle la billetera, lo mira fijo. El otro le devuelve la mirada, seguro de sí mismo y de ese modo lo intimida, Así me parece porque se vuelve hacia mí con un gesto de la mano en señal de interrogante: “Que te pasa” parece preguntarme. Se lo señalo al ladrón con un leve movimiento de mi cabeza. Vuelve a mirarlo y el carterista, advertido, se corre por el pasillo, abriéndose paso entre los pasajeros que van de pie, balanceándose al ritmo de la marcha. Varios me miran como a sapo de otro pozo. Comienzo a ruborizarme. Un hombre del que no puedo decir que sea un imbécil, pero lo pienso, me consuela: “No se preocupe, todos estamos sugestionados con los ladrones”.
El tipo de la billetera que la conserva gracias a mí, se acerca y me dice: “Flor de julepe me hiciste pegar ¿no serás vos el ladrón que quiere distraer al pasaje para robarnos? Me sugiere bajarme de lo contrario, me dice, arma un escándalo de padre y señor nuestro. Temo al escándalo gratuito. Después nadie te cree.
Me preparo para bajarme en la parada siguiente. Siento a mis espaldas miradas como navajazos.
El chofer detiene el colectivo, abre la puerta y vuelve a cerrarla tocándome el talón del pie, justo cuando lo retiro del pescante, descendiendo a las apuradas.
No me soporto de tan estúpido como me siento. Me reprocho la actitud de comedido que siempre sale mal. Estoy a quince cuadras de mi casa. Tomo un taxi, sin hablar una palabra con el chofer. No le respondo a sus preguntas inoportundas sobre el gobierno ni le sostengo la mirada que me dirige por el espejo retrovisor.
En casa mi mujer me espera para decirme, lamentándose: “A Jorgito le robaron la mochila en el colectivo ¿Te das cuenta? pobre chico, no pudo hacer nada, ni nadie que haya visto algo le avisó”.
René Bacco