Un último relumbrón de sol alcanzó a colgarse de su mirada para refulgir por un instante adentro suyo. La sombra, alrededor, fue repentina y total. Una bocanada residual de aire se volvió monóxido en sus pulmones, mientras la traquea se le obturaba después de taponársele la boca. El cerebro reprodujo, vertiginosa, la extensión completa de su vida.
A él le pareció increíble vislumbrar cientos de momentos entrañables con sólo una ráfaga de la memoria. De haberse puesto a relatar su corta historia personal jamás lo habría logrado en el ínfimo tiempo del que dispuso la mente para proyectarla, con apenas un resto de lucidez.
Apretado y a oscuras sintió desfallecer sus energías. Hasta segundos antes, con su robusto vigor de juventud, asestaba golpes de pico a la tierra que le fue traicionera. Al momento de secarse el sudor de la frente, de pie, con la vista en alto lo había visto al cielo pequeño y recortado, entre murallones grises de cemento. Sus ojos, enseguida sumergidos con él, no alcanzaron a cerrarse para ocultar el espanto que impactaría a los socorristas. Estos, además, vieron sus labios apretados en el gesto puntiagudo de un silbo trunco.
Se lo habían escuchado, armonioso, cuando excavaba los cimientos del edificio que igualmente será construido hasta alcanzar los nueve pisos. De tan profundo el pozo, la tierra extraída formaba a su costado derecho un montículo considerable. El gemido subterráneo de su queja por el dolor no fue audible a nivel de superficie.
Los otros reaccionaron tarde.
Nadie, como él, enfrentó la brusca sustitución del aire por el polvo. El derrumbe se le vino encima como si la tierra le fuese arrojada por un sepulturero en la fosa de una tumba. Sacaron su cuerpo entero, a pesar de todo articulado, magullada la cabeza y con máculas dispersas de sangre en la carne a punto de enfriarse. De haber sido yeso el material que cubrió a Jesús Leiva, se habría moldeado su figura de la forma en que se petrifican los cuerpos en la lava de un volcán. El suyo alargaba dos piernas fláccidas y un par de brazos alzados inútilmente. Semejaba, inmóvil, un precipitado al agua que intenta desesperado salir a flote. Su nombre ocupó dos segundos del relato breve a cargo de un cronista televisivo que llegó presuroso para informar acerca de un nuevo y trágico accidente en una obra en construcción.