Sólo, aparcado en un rincón junto al cable del teléfono dejo que pasen las horas. Una lágrima empaña mis ojos. No hago nada para pararla. No lloró por estar en este asilo, sólo y sin familia. Tampoco lloro por estar confinado en esta silla de ruedas. Mi vida ha sido larga, la he disfrutado como he podido. Ya no ansío seguir viviéndola, no ansío compañía, ni siquiera deseo volver a caminar. Tan sólo espero, y me dejo llevar por los recuerdos.
Son los recuerdos los que me hacen llorar, pero son lo único que tengo ahora. En mi mano sostengo una pequeña y antigua cajita de música. En su interior están aquellos horribles pendientes que tanto le gustaban. Abro la cajita y los contemplo.
En el fondo de mi alma sé que siempre me recriminó que no le hubiera dado descendencia. Deseaba haber tenido una nieta a la que poder dar aquellos estrambóticos pendientes, igual que su abuela se los dio a ella, quien los recibió de su respectiva abuela. Se hubiera conformado con poder haberlos dejado a una hija o incluso a la mujer de algún hijo nuestro. Hubiera dado lo que fuera por haber dejado esas alhajas en herencia a alguien que pudiera llevarlas puestas. Quizás si le hubiera dejado algún vástago ahora no estaría aquí sólo. O quizás sí, quien sabe.
No obstante, nunca me lo echó encara, nunca se mostró disgustada conmigo, aunque lo estuviera. Siempre aparentó ser feliz. Era un encanto. Era perfecta. Bueno, perfecta, no. Nunca supo hacer la sopa de tomate por más que se empeñaba. Era incomestible. Decía que al igual que esos pendientes era una receta familiar y ponía gran cariño a su receta. Pero detestaba aquella sopa aún más de lo que detestaba aquellos pendientes. Cada viernes hacía aquella bazofia incomible y cada viernes yo ponía alguna excusa para no comerla.
Pero nunca me lo echó en cara, nunca se mostró disgustada conmigo. Era un encanto. En cambio yo, estoy aquí sentado recordando el único defecto que tenía. Soy despreciable. En lugar de recordar el día que la conocí y los nervios que sentía hasta que decidí hablar con ella, pienso en el único plato que no sabía cocinar. En lugar de recordar el primer beso, de recordar sus labios, su piel, su amor, su dedicación, recuerdo aquella estúpida sopa. Soy despreciable. No recuerdo el día que nos casamos, ni aquel esplendido viaje a París, ni las tardes que pasamos juntos en el parque, o las noches en mi viejo coche cuando éramos novios. No me ha dado por recordar su dulce voz, su espléndida sonrisa, su buen humor siempre, su fuerza a pesar de su larga enfermedad. Su fuerza. Su fuerza era increíble. No me ha dado por evocar como se empeñaba por mostrarse bien a pesar de estar devorada por el cáncer. Como trataba de animarme a mí, que era quién debía animarla a ella. No rememoro todos esos fantásticos recuerdos. En cambio recuerdo su único defecto sin importancia. Su único fallo. Soy despreciable. Creo que nunca conseguí quererla como se merecía, en cambio ella me dio más amor del que me correspondía.
De repente todo se revoluciona. Las demás almas que habitan en este asilo se arremolinan ante el salón. Ese ruido característico de arrastrar de pies, bastones y sillas de ruedas, anuncia que se acerca la hora de comer. La puerta de la cocina se abre y a mis orificios nasales llega el olor de la comida. Es sopa de tomate. Me encanta la sopa de tomate que preparan aquí, pero nunca la como. Me hace recordar su único defecto. Me hace recordar lo mezquino que soy, que nunca la quise lo suficiente, que nunca le mostré el amor que debía haber mostrado. Y añoro su asqueroso plato. Daría lo que fuera por poder volver a comer esa sopa, por que fuera ella quien la cocinara. La añoro tanto que hasta añoro sus defectos. ¿Soy despreciable?