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Enfundados en nuestros pantalones cortos, veíamos al compañero mayor pintando unos escudos, unos yugos, unas flechas y un sol atardecido que lo inundaba todo.

Nosotros, embobados, mirábamos cómo del oscuro fondo de la pizarra iban saliendo aquellas siluetas que, por arte de magia, iban tomando sentido. Lo que más me gustaba eran las flechas, me recordaban las películas de indios. Seguro que quien  diseñó aquellos estandartes había vivido largo tiempo entre ellos y por eso, en señal de respeto, había incluido un puñado de  flechas en su composición.

Ese día, las interminables restas de llevar quedaban relegadas a un rincón de la clase y aquella extraña bandera se hacía dueña y señora del encerado. Nosotros, los más pequeños, sabíamos que debía de ser un día especial o algo así pues las sagradas tizas de colores sólo eran usadas en ocasiones muy señaladas.

Al cabo del rato entraba, triunfal y extasiada, la maestra. Como una paloma de correos, con su tobillo vendado de por vida, felicitaba al hábil pintor, un aprendiz de gañán, hoy día llamado a la "noble" condición de piltrafa humana por obra y arte de la heroína.

A una señal de nuestra ínclita instructora, levantábamos nuestros pequeños culos del asiento mientras los mayores comenzaban a cantar una canción de banderas, de soles, de bordados de rojo y de desfiles victoriosos... Nosotros, los mas pequeños, no entendíamos que señalaban todos con el brazo en alto y, por mucho que mirásemos, nunca llegamos a descubrir qué  querían apuntar cuando entonaban esos cánticos.

Engolada como un sermoneador malo, la maestra apoyaba su enorme mano sobre la cabeza del negrito del Domund. Yo miraba fijamente a los ojos de aquella estatua en un intento vano de descubrir un atisbo de queja, fruto del tormento al que estaba siendo sometida. Ajena a tal circunstancia, nuestra insigne guía espiritual, nos regalaba con una disertación sobre la hispanidad, sobre los regios destinos de la patria, sobre la labor evangelizadora allende los mares y sobre lo grande y bueno que era un señor calvo cuya foto pendía en la pared de la clase.

Esos días señalados nos encantaban aunque no entendíamos bien qué  celebraban. ¡Eso eran cosas de mayores! Solo sabíamos que, en esas fechas, había menos tarea y, lo mejor, el recreo duraba más.

Aquella bendita inocencia, con el paso del tiempo, se ha desvanecido como la tímida niebla de la mañana, dejando paso a la triste realidad del DIA DE LA HISPANIDAD.

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