Dijo Jesús que hay que poner la otra mejilla ¿no?
Perdón, pero a veces no me da la gana.
Allí estaba el muy cobarde, solo, sin sus pegajosos compinches, orinando a escondidas en el callejón de las barracas laneras del Paso de la Arena.
Recordé cuando Juan me contó la forma tan indignante en que este tipo y sus secuaces acorralaron al pobre flaco, y tras quitarle su i-pod, le propinaron una golpiza para luego salir huyendo.
No dudé un instante, y mientras recorrí los escasos veintitrés pasos que me separaban de su inmunda anatomía, solo me asegure de coordinar mi respiración con la forma de correr, para no desperdiciar ni un poco de energía.
Mi primera trompada se la dirigí a la mandíbula y me quede viéndolo y esperando su reacción. El no dijo nada, solo frunció el ceno y se llevo la mano a la boca para revisar si había sangre.
Luego alzo sus brazos en forma desafiante y fue todo lo que necesite para comenzar mi lenta y premeditada descarga de golpes. Cerca de la salida de aquel oscuro rincón del arrabal, un perro sarnoso fue el único testigo de toda la acción. Dos golpes en la nariz y esquivé su respuesta inclinando mi cabeza levemente hacia la izquierda, para devolver un rápido derechazo en el pómulo derecho.
A ese punto sus ojos ya denotaban algo de sorpresa, de miedo tal vez, y pude adivinar sus deseos de que sus amigotes vinieran a defenderlo.
Me sentí fuerte, tal vez respaldado por la firmeza que los anos trabajando como carnicero, habían acumulado en mis antebrazos.
Mi siguiente puñetazo fue un gancho en el estomago y de ahí en mas, ya no deje de descargar golpe tras golpe hasta verlo en el suelo. Su rostro ensangrentado ahora suplicaba tregua, pero no sentí ningún remordimiento cuando lo remate con una patada que le hizo saltar un par de dientes. Busqué entre sus sucias ropas y encontré el mp3 intacto e inmediatamente me lo eché al bolsillo.
Se quedó tirado, quejándose, sobreentendiendo que había hecho algo mal, y yo solo fui un loco que quiso cobrar venganza.
Acto seguido revisé mi agenda para ubicar al siguiente de los puercos. Sería una noche larga, lo sabía, pero con mi hijo nadie se mete sin recibir un escarmiento. Probablemente después me arrepentiría de aplicar la ley del talion, pero por el momento, de veras que lo estaba disfrutando. Salí de allí en silencio, y fue hasta entonces que note el dolor en los nudillos.