Otra vez me atrapó el hechizo de Cartagena en un recodo del camino. Lo hizo de la mano de un poema obsequiado por un gran amigo, deambulando las calles de un barrio que transpira magia. Al cuarto día de la visita, un domingo de sopor ardiente, madrugué para ir con mi amigo Alexis al mercado. ¡Aja!, me dijo un vendedor de mariscos, cómprame esta belleza, y me enrostró una langosta aún viva, con antenas como sables, pidiéndome convertirla en festín a pesar de la usura del vendedor. Del otro lado de una cerca indecente los pelícanos y los ibis blancos se daban un banquete de camarón en la ciénaga, banquete que me fue imposible no imitar a la hora del almuerzo con un pargo rojo que suplió la añoranza de la efímera langosta del mercado.
El lunes, con la fiebre de turista alborotada y sin duros ya en el bolsillo, me anoté el manjar de versos de Jorge Artel. Necesito que me des tu parecer para publicarlo en la revista Matices, dijo Alexis cumpliendo su vocación de maestro de literatura. Un soneto me invitaba, a semejanza de un manual metafísico, a aprender a comer mierda. Encontré un poema esculpido en el mejor bronce castellano. Sus versos firmes como relieves en mármol se enredaron con el hilo que une los pliegues del alma: Aprende a comer mierda, buen hermano, si es que tu suerte deleznable y poca sólo te lleva, en su revés insano, un puñado de mierda hasta la boca.
Todavía hoy no logro desanudarlos. A un lado quedó la preocupación por la falta de dinero y el calor infernal de julio. La edición del libro de poemas de Artel dice que el poeta nació en Cartagena. En otra parte leí que fue en Sincé. Sin afligirme por la inexactitud de los biógrafos esa misma noche me dí a la tarea de recorrer las calles de Getsemaní, el barrio donde los cartageneros dieron el grito de independencia, intentando conjugar los versos con la vida. Entreví a los niños jugar pelota caliente, a una pareja de novios besarse sobre una banca, a una seño preparar jugo de zapote. Me volvió a la memoria un poema de Artel insistiendo en poblar de palabras el universo: “Tiene la noche denso sabor a noche.”
En la calle del Pozo, a un costado de la iglesia de la Trinidad, mi esposa señaló una placa color granito que decía: EN ESTA CASA VIVIÓ EL INSIGNE POETA JORGE ARTEL. No tuve necesidad de invocar los dioses para agradecer el cruce de destinos. Fuimos a la tienda para pedir cerveza y brindar por el hallazgo.
Con tanta historia rondando por Cartagena sería difícil dejarse llevar por el remordimiento (como dicen los habitantes de San Basilio de Palenque) de que a la vida se viene a sufrir. Bien vale seguir el consejo del poeta: “Aprende a comer mierda… en el camino eso que llaman cosas del destino puede hacer tus angustias más livianas.”