Mi nombre es Jeniffer Harrison y les voy a relatar los terribles acontecimientos que me tocó viví esa noche de invierno en la desolada Estación de trenes de Stanford. Era el lugar perfecto para cometer mi crimen o tal vez, mi liberación.
La débil luz de la luna daba sus estertores entre los pilotes de madera que sostenían el enorme techo de metal oxidado que cobijaba a los circunstanciales viajeros. Solo el sonido del vapor que expelían las locomotoras podía romper la ordinaria monotonía del silencio que reinaba.
Tenía diecisiete años, un poco esmirriada para los estándares normales, de pelo rubio lacio, muy lacio. Mis ojos eran azules pero esa noche se veían negros, habían perdido todo su brillo. Llevaba un vestido azul muy esbelto y camisa blanca, como casi siempre usaba. Con cada paso que daba, crujían los destartalados pisos que anunciaban mi triste existencia. El jefe de la estación, con su impecable uniforme azul y sus lustrados botones plateados, era la autoridad del lugar. Su pelo blanco exteriorizaba su edad junto con su caminar desnivelado. Solo me miró y continuó con su recorrida, tal vez se extrañó de encontrar a una joven en medio de una estación desierta, pero era real, yo estaba allí.
Mi angustia era profunda. Escurrí mis lágrimas con un pañuelo que tenía y continué con mi plan. Me dirigí al baño de damas, nadie estaba allí; nadie podía detener el horrible acto que iba a cometer.
Mis manos temblaban y la respiración comenzó a aumentar. Los latidos del corazón daban tantos golpes que parecía salírseme de la caja torácica. Ya no había posibilidad de arrepentirme, de regresar, de volver atrás. El escenario estaba preparado y solo faltaba la víctima y el victimario. Era una macabra obra maestra pergeñada por un despreciable demonio ocioso. Me acerqué al espejo y vi mi rostro, las lágrimas no habían cesado pero eso no me importaba. Trabé la puerta, solo por si acaso alguien quisiera entrar. Observé alrededor y era inmundo. El lavatorio estaba renegrido y la ventana era tan pequeña que ni siquiera una rata podría entrar por allí. El lúgubre lugar estaba en consonancia con mi desolada alma.
Las contracciones eran más seguidas. Me desplomé al piso; estaba muy frío. Me subí el vestido hasta la cintura. Potentes y dolorosas agujas perforaban el mi abdomen. De pronto comenzó a salir la cabeza del bebé. El dolor era comparable a alguien que le ablacionan un brazo o una pierna. Eran dolores de parto, maravilloso para cualquier mujer, pero no para mí. Sudaba mucho. Tomé la cabeza del niño, mis manos se hundieron en su cráneo pero eso no me importó, continué jalando hasta que salió todo su cuerpecito. Cuando ello ocurrió, aún seguía unido a él: era algo rojo y carnoso, el cordón umbilical. Debía cortarlo. ¡Cómo!. Solo era una niña de diecisiete años en el piso de una Estación de trenes. El dolor continuaba y sentía que debía cortarlo a toda costa.
Un trozo de vidrio que estaba a un lado de la grifería me sirvió como instrumento. No voy a describir los detalles del procedimiento porque hasta hoy en día no lo he podido olvidar y son terribles.
Por fin, el niño había nacido pero no emitía sonido. Su rostro era extraño para mí, sus ojos configuraban dos líneas, su nariz era imperceptible y su boca, casi no se dibujaba como humana.
Lo tomé con mis dos manos y lo envolví con los papeles sanitarios que se encontraban en el lugar. No me importaba el futuro de ese niño solo quería salir de allí. Destrabé la puerta y corrí desenfrenadamente hacia rumbo desconocido. El destino era incierto.
Había abandonado a un ser inocente pero al mismo tiempo sentía una gran liberación, un peso que dejaba en mi camino. Lo vivido fue tan fuerte y profundo que tuve que descansar por unos instantes en una banca de la estación hasta que mi respiración volviera a la normalidad.
Mi alma era un caos. Subí mis piernas sobre la banca y hundí mi cabeza entre ellas mientras mis manos la cubrían. Quería aislarme del mundo. Mi mirada estaba perdida en el infinito. De pronto oí una voz aguardentosa que me preguntó:
― ¿Se encuentra bien señorita?
Bajé mis piernas de la banca y liberé la cabeza para poder ver quién era. Me froté los ojos para estar segura. Era el jefe de la estación.
No pude responderle nada, mi voz me había abandonado. Solo quedé mirándolo con mis ojos vidriosos. Luego hizo algo que nunca podré olvidar en toda mi vida. En sus manos traía una manta que cobijaba un pequeño bulto, lo descubrió inmediatamente y me lo exhibió para luego preguntarme:
― Niña ¿este es tu hijo?
En la inmensa soledad de la noche un grito primario surgió de las entrañas de la humanidad reclamando su origen, su ser, su madre. En ese momento no tenía la suficiente madurez para comprenderlo, pero lo sentía en mi corazón.
Me levanté de la banca y me acerqué a ese hombre. Incliné mi cabeza y vi a ese pequeño ser. Solo pude llorar y asentir con mi cabeza. El hombre me tomó de los hombros y me hizo sentar nuevamente en la banca. Con un brazo sostenía al bebé y con el otro me acarició mi rostro mientras movía su cabeza de un lado al otro. Se sentó junto a mí y me preguntó:
― ¿Por qué has hecho esto hija mía? ¿Acaso no sabes que la vida es sagrada?
Luego hizo algo que también no lo olvidaré. Extendió sus brazos y me dio al niño. Lo sostuve por unos instantes. Sus diminutos dedos se movían, igual que sus pies. Una mezcla indescriptible se produjo en mi alma: el odio se mezcló con el amor. Estaba dividida, partida en dos. ¿Quien vencería en esa lucha ancestral de instintos animales y humanos?
― Mi padre me ha violado desde que tenía catorce años. Este es el producto de lo que me hace― no tuve estupor en decírselo, ya no me importaba mantener el secreto de mi vida.
El silencio volvió a reinar en ese lugar junto con el horror de los acontecimientos. El hombre se quedó petrificado. Inmóvil. No lo esperaba, supuse. Volvió a tomar al niño y se levanto de la banca. Caminó unos pasos hacia el borde del andén. Se quedó pensativo y yo en la más hostil incertidumbre.
Luego se dirigió nuevamente a mí y me dijo:
― Niña, esto tiene que ser denunciado a las autoridades. Si es verdad y no dudo que sea así, debe ser denunciado. Ven y lo haremos.
Me tomó de los brazos y juntos nos dirigimos a la policía. Luego de dos años, mi padre fue condenado por abuso y puesto en prisión.
Han pasado cuarenta años de esos acontecimientos pero para mí son muy vívidos. Ese niño se llama John y me ha dado tres nietos. La cadena de la vida no se interrumpió.
En mi corazón he perdonado a mi padre por las atrocidades que cometió conmigo. También me he perdonado a mí misma, por las atrocidades que cometí. No soy dueña de la verdad, solo les puedo decir algo con suma certeza: “Conozco la salida del infierno” y se puede resumir en dos palabras: amor y perdón.
Los seres humanos podemos sumergirnos en la más profunda y desolada oscuridad, pero siempre se vislumbra una tenue luz de esperanza. Pequeño y no siempre visible faro.