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También los hombres tenían sus propias ideas acerca de la divinidad que me llenaban de inquietudes: ¿Porqué, si el dios de los conservadores era uno y el de los liberales otro, las mujeres y los varones de cada bando no se parecían en las prácticas de sus creencias? Me explico, en las ceremonias religiosas las mujeres y los niños asistían devotamente y participaban según su devoción, mientras, los hombres se quedaban en el atrio del templo charlando, fumando, echando chistes y quemando el tiempo menos en comunicarse con Dios; si el ser supremo era el mismo ¿Porqué las actitudes de unos y otras eran tan distintas? Bueno, y en época de conflictos políticos los liberales no eran bien recibidos en ningún templo, es más, yo escuchaba hablar de los liberales masones y ateos y quedaba más loco que antes. Mi padre era liberal y lo mismo mi abuela; él, poco de ceremonias religiosas pero se echaba la bendición e invocaba a Dios a cada paso; ella, rezaba a todas horas y tenía su propio altar con todas las imágenes que encontraba y santo que no le cumpliera, santo castigado de cara contra la pared. Mi madre, conservadora, lo mismo que la tía Ricarcinda y toda su familia, oraban con fervor casi fanático, a un Dios al que había que temer y rendirle adoración reverencial. Cada vez me enredaba más y más y en mi mente infantil penetraban con mayor fuerza, a veces, los pensamientos de los escritores prohibidos que los sermones del padre Aquilino Peña Martínez, las lecturas de mi tía abuela, de mi abuelita paterna y de toda mi parentela católica, apostólica y romana.

Mi madre ocupó espacios pequeñísimos durante mis primeros años. La pobre soportó a mi padre que, gracias a Dios, según ella, bajaba al pueblo desde la capital esporádicamente y la mayor parte del tiempo lo dedicaba a los compinches. Creo que a mi santa madre le dedicaba las noches porque se encargó de embarazarla once veces. El primer parto dio a luz una niña que murió a los pocos días; en el segundo intento llegué yo con todos los males del mundo y como mi madre estaba el La Vega, un pueblo de clima cálido, allí me correspondió aterrizar en este planeta. Más me demoré en pegar mi primer berrido que en enfermarme, de manera que me bautizaron de inmediato; salí alérgico a la leche materna y a todas las leches animales, de manera que no gocé la delicia de la ubre y el calor maternos, a los tres meses me entregaron a mi tía Rica y a mi abuelita Amalia y rumbo a Chipaque. Después fueron llegando el resto de mis hermanos con diferencias de año y medio entre uno y otro. Por estas y otras razones, entre las cuales estuvo el trabajo, mi madre no me dedicó demasiado tiempo. Ahora, viejos los dos, me dice que yo fui el más juicioso de los diez sobrevivientes y como pasaba el tiempo leyendo, ella se desentendió de mí para dedicarle su atención a los hijos rebeldes, desordenados, malcriados e indisciplinados.

Santo, el enmascarado de plata, hacía el mismo recorrido que Dante Alighieri en "La Divina Comedia" (en los tomos mensuales que nos llegaban de México) y de su mano conocí el infierno, el cielo y el purgatorio llenándome de terrores que me acompañaron cuatro décadas. Con él combatí a Drácula, Frankenstein, El hombre lobo, El caballero sin cabeza, y cuantos monstruos salieron de las mentes calenturientas o alucinadas de algunos seres humanos. Santo, el luchador de los sueños asombrados de millares de niños en el mundo hispano parlante, era una realidad para mí y, estoy seguro, para otros niños que no podíamos separar la ficción de la realidad. En varios episodios murió y resucito de la mano de Yira, su gran amor, que llegaba desde el más allá para devolverle el soplo vital y decirle que en el futuro se reunirían en el cielo de los justos, le daba un beso y se evaporaba. Para mí morir y resucitar eran algo tan sencillo como dormir y despertar y ese Dios que me infundieron desde la cuna, que no permitía que Santo pereciera, de igual forma me sacaría de las garras de la muerte cuando un ataque de asma me sacara de este mundo.

No estoy seguro, me parece que fui acólito o monaguillo, si se prefiere, durante tres años. Desde que hice mi primera comunión con el Pbro. Aquilino Peña hasta la llegada del párroco que lo reemplazó: Isaac Montaño, quien cambió a los cuatro acólitos pero dejó al sacristán, un muchacho llamado Carlos Gacharná, quien me martirizaba con mis miedos a los sitios encerrados y a la oscuridad. A mí me parecía un viejo de mas de veinticinco años y ahora, cincuenta años más tarde, me doy cuenta de que nos llevaba (a los acólitos) unos quince años, nada más. Mientras el sacerdote oficiaba yo me sentía Santo Domingo Sabio, el niño ejemplar que alcanzó la santidad a pesar de haber dejado el mundo a la tierna edad de 15 ó 16 años, no estoy seguro. Durante mi adolescencia inquieta y repleta de interrogantes me decía que de que demonios se habían valido para convertir en sagrado a un niño que nunca cometió pecado y no lo hizo porque nunca tuvo la oportunidad. Según lo que nos decían en el colegio no dijo mentiras, no hurtó, no tuvo ira; mejor dicho, un niño lejano a las ideas que uno tiene cuando infante de como debe ser un niño. A los quince años yo pensaba que el muchachito debió ser el tipo más aburrido de la creación y la imagen de esos niños mimados que salen en algunas películas y que se convierten en el centro de los rencores de los chicos de su edad porque todas las madres sueñan con que sus retoños se comporten igual y a uno le provoca darles un puñetazo bien colocado y reventarles las narices y ponerlos un ojo morado. Después supe de un santo que siempre me cayó bien: Don Juan Bosco. Su vida me parece la de un hombre que si mereció que lo santificaran. Por derecha me enteré de que santo Domingo fue uno de sus muchachos, uno de los más fieles que estuvo en el Oratorio de don Bosco en las buenas y en las malas. A mí que no me volvieran a mentar a su santito. Pero a los nueve años me esforzaba por parecerme a él para darle gusto a las mujeres que me rodeaban y cuidaban con tanto amor.

Pasé los primeros doce años de mi existencia en el susodicho pueblito denominado Chipaque donde me insuflaron en la mente que casi todas las acciones eran susceptibles de convertirse en pecado, de manera que todos los días me cuidaba de no cometer ninguno para no tener que confesarme y poder comulgar ( Claro está, después de los siete años). La hermosa tía Ricarcinda era el juez más benévolo del mundo y, a pesar de que se conservó soltera durante sus ciento un años de vida, parecía conocer los secretos del corazón de los niños y perdonaba con extrema facilidad. Si uno comía o bebía con hambre o sed extremas, era gula; la menor rabieta era ira; el deseo de poseer riquezas y acumularlas, avaricia; desear a la mujer del prójimo, lujuria; Etc... jamás nos explicaron todos los diez mandamientos; el sexto y el noveno estaban vetados y nos rondaban los malos pensamientos que no encontraban respuestas en los diccionarios ni en los libros: fornicar y desear la mujer del prójimo nos parecían los mayores misterios de la cristiandad... y, ni soñar con preguntarle al cura. Pero, insistían en decir que los pensamientos impuros eran pecaminosos y uno sin saber que era un pensamiento impuro. Tal vez el "maestro" Vargas Vila nos inició en ese misterio porque algunos pasajes de sus libros nos aceleraban el pulso y sentíamos cosquillas en los testículos. Sin embargo, no eran pensamientos impuros, si acaso lecturas impuras y quizás debido a eso, mas lo de los curas y las monjas, fue que lo condenaron al INDEX. Estaba en quinto de primaria cuando Vicente Torres, uno de mis amigos lectores, a su regreso de unas vacaciones en Bogotá llegó con unas revistas Play Boy donde se veían hermosos cuerpos femeninos desnudos. Ahí si entendimos con claridad lo de los malos pensamientos que para nada nos parecían malos y menos perversos.

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