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I

JACK CARSON

Todos tenemos un sitial asignado en la gran comedia humana: amigo, novio, enemigo, compañero, sirviente, amo, y la enumeración podría ser infinita. A veces podemos elegir, otras no. El destino o quien sabe qué, es el que decide por nosotros; y cuando eso sucede, realmente se puede convertir en un infierno. En ocasiones, cuando pienso en ello, tengo una sensación de sofocación. Realmente el pecho se me comprime. Puerilmente me pregunto ¿por qué ese designio? y por supuesto, recibo como respuesta un gran silencio. No hay respuesta. Solo hay que aceptar el lugar asignado. El mío es el de ser solo el amigo de Brina Stefarelli. El más fiel de todos. He cumplido con ese papel desde que la conocí, hace veinte años.

Yo trabajaba en la cocina del restaurant de Don Guseppe, en la ciudad de New York. Si bien soy estadounidense, mis abuelos eran de origen italiano y por esa razón conseguí el empleo. Mi tarea era lavar los platos, montañas de ellos, cada noche. No me importaba, era joven y sabía que eso sería temporal. Todos los grandes escritores trabajaron en tareas indeseables; eso templa el carácter. Yo me sentía un pequeño William Faulkner. Un observador de la realidad para luego plasmarlo en el papel. Algún día sería un escritor reconocido y este pasaje de mi vida tan solo una anécdota.  

La luz cenital que se esparcía por mi reducido espacio para trabajar, me daba el estímulo necesario para pensar en mis historias. Esa noche era una como tantas cuando por descuido observé, a través de la estrecha ventana que me conectaba con el salón, a una hermosa chica; parecía una princesa, con su pelo rubio recogido y sus facciones tan suaves y delicadas que me paralizaron por completo. Sus ojos azules, levemente rasgados, no podían ser más perfectos. ¿Quién sería? Más tarde supe que había sido contratada como camarera.

Como el personal de la cocina entraba más temprano que el de servicio de mesa, nunca podríamos encontrarnos. Tuve que ingeniármelas. A la noche siguiente tomé el camino más sencillo: fui a su encuentro y me presenté. Ella parecía estar sorprendida por mi descaro pero al mismo tiempo, le causó gracia mi delantal blanco, empapado por completo, y mi pelo recogido con un broche. Noté una discreta sonrisa en su rostro y eso me emocionó mucho. Así comenzó todo. Con una sonrisa. Ahora me pregunto si hubiera sido más romántico el encuentro, tal vez “mi lugar” hubiera sido distinto. Tal vez si mi pelo hubiera estado más corto, si hubiera tenido algún perfume elegante, si no hubiera tartamudeado con las primeras palabras. No lo sé y eso me tortura. De todos modos, desde ese momento tuve la “máscara” de amigo. Y en verdad fuimos amigos, por lo menos para ella. Me contó que vivía con su madre y que ese era su primer empleo. Su sueño era ser doctora. Ese trabajo le permitía costear sus estudios. No tenía novio. Eso me hizo ilusionar pero la máscara ya la tenía puesta. Siempre me vio así, como su amigo. Su fiel amigo. Todos estos años he cumplido a raja tablas con el papel. Conocí a varios de sus pretendientes. Muchas noches, nos quedábamos solos y ella me hablaba de sus sentimientos, dudas. Siempre les encontraba algún defecto: mujeriegos, muy aburridos, posesivos, y otros que no parecían ser tan graves. Yo solo escuchaba y de vez en cuando opinaba aunque en mi interior deseaba que todos desaparecieran. Los odiaba con toda mi alma. ¿Qué tenían ellos que yo no tuviera? ¿Por qué no se fijaba en mí? Tal vez no era lo suficientemente atractivo. ¿Debía ser eso? ¡No! Creo que era mi máscara. Detrás de ella estaba mi amor pero ella no lo podía ver y yo no se lo podía decir. No hubiera podido soportar el rechazo. Preferí no arriesgarme y tenerla a mi lado aunque más no sea en esa condición. Era lo único que me importaba.

Mi vida podría ser una novela si no fuera real. Si no fuera real el sufrimiento que padezco. Han pasado tantos años y la herida aún no ha cicatrizado. Ella logró obtener el título de médica y ahora trabaja  en Brooklyn Hospital Center. Yo no cumplí mi sueño exactamente, aunque soy un modesto escritor de una columna en un periódico de media reputación. Por lo menos tengo su compañía, con la misma máscara con la que me conoció. Sufro en silencio. Mi amor perecerá conmigo: ya lo he aceptado. No guardo esperanzas.  

 

II

BRINA STEFARELLI

Jack es mi mejor amigo desde que lo conocí en el Restaurant de Don Guseppe. Le he confesado cosas muy íntimas, que nadie sabe. Ni siquiera mis amigas. Si no lo tuviera me moriría. Me ha sido fiel durante muchos años. No se ha casado y jamás me ha dicho por qué. Es muy solitario. Tal vez eso le permite ser un gran conocedor de la naturaleza humana. Sus columnas en el periódico impactan por su profundidad. Escribe sobre historias de la ciudad, sobre seres marginales e ignorados. Una vez escribió sobre una mujer que vivía al lado de las vías de los trenes con cientos de perros y gatos. La pobre había sido una estrella del cine mudo que con los años fue perdiendo su dinero y su cordura.

Siempre que nos vemos, yo trato de mostrarme feliz aunque en mi corazón no lo esté. Fracasé en todas mis relaciones. Nunca pude encontrar el amor de mi vida. Él lo sabe porque siempre me ha acompañado y siempre le he contado todo. Sabe más de mí que yo misma.

Estos últimos días me siento extraña. Han pasado muchos años desde que conozco a Jack, pero ahora no lo veo igual. Tal vez sea mis cuarenta años que me hacen reflexionar sobre el pasado, sobre las cosas que pude hacer y no hice. Jack es un hombre atractivo, sincero, paciente, leal, todas cualidades que he buscado siempre. Mis ojos se han abierto por fin, pero tarde. ¡Qué tonta he sido! Cuando me habla, todo a mí alrededor se enmudece. Solo lo veo a él, veo su rostro, sus gestos, y sobre todo sus ojos, que me miran con tanta ternura que me hacen desvanecer. Estoy enamorada de él, no tengo dudas. Hace muy poco que lo he descubierto. No sabría explicar si ese sentimiento estuvo siempre latente o nació ahora de repente. Sé que es algo que nunca pasará. Es mi amigo, mi más fiel amigo desde hace veinte años. Debo borrar estos pensamientos. No lo puedo lastimar así. ¿Qué pasaría si le dijera que lo amo? Y si él no sintiera lo mismo. Lo perdería. ¡Estoy segura! No me puedo arriesgar. Es preferible esto a nada. Necesito que esté a mi lado. Soy una egoísta, lo sé.  

 

III

JACK Y BRINA

Esa tarde, la sala de emergencias de Brooklyn Hospital Center recibió a un hombre de mediana edad con severas heridas provenientes de un terrible accidente automovilístico producido en Ocean Aveneu. Mientras los paramédicos lo desvestían y las enfermeras cargaban el suero, Brina se le acercó para entubarlo cuando se dio cuenta que era Jack. No lo podía creer. Sus manos temblaban y la desesperación invadió todo su cuerpo. Su colega médico lo advirtió y con presteza la apartó. Con el rostro inundado de lágrimas salió al corredor. No podía creer lo que estaba viviendo. Era incapaz de pensar, estaba muy aturdida. Caminó lentamente hacia el pequeño jardín del hospital y se sentó en una banca. Se quedó inmóvil. Pasaron dos horas sin que ella pudiera reaccionar hasta que finalmente se le acercó uno de sus colegas y le comunicó que Jack había sido operado y ahora estaba en terapia intensiva. Dio un pequeño suspiro y fue a verle.

Durante los días siguientes, no se apartó de él. De noche se quedaba durmiendo en un sofá al lado de su cama, mientras Jack permanecía en coma. Luego de dos semanas, pudo despertar y lo primero que vio fue a ella.

―No te preocupes, todo estará bien ―le dijo Brina mientras le tomaba la mano. Su rostro era de felicidad completa. Lo tenía nuevamente con ella.

La recuperación fue lenta pero eficaz. Una de las últimas noches en el hospital, Brina fue a verlo:

―¿Te sientes mejor Jack?

―Sí. Pensé que perdería las piernas o que jamás me despertaría ―le dijo con voz resignada.

―Ahora no pienses en eso, solo en recuperarte. Yo estaré a tu lado.

Brina se quedó junto a él mientras lo observaba sin que se diera cuenta. “Debo decirle que lo amo”, pensó. “Estuve a punto de perderlo. La vida es tan frágil y no debo desperdiciarla. ¡Qué estúpida! ¡Por qué no me atrevo a decírselo! ¡Qué cobarde soy!”. Se recriminaba sin piedad, pero era inútil, no podía salir sola de la prisión que había construido por tantos años. Esa noche no dijo nada y todo continuó igual. La esperanza había muerto.

Tres meses después de los sucesos, Jack y Brina se encontraban en una banca en Central Park, como solían hacerlo todos los viernes. La brisa era suave. Los apacibles rayos del sol se desparramaban sobre la frondosa arboleda. El canto de los pájaros les daba la serenidad que buscaban.   

―Es una bella tarde ―comentó Jack mientras la tomaba de la mano.

―Así es. Muy apropiada para enamorados ―sonrió ella discretamente.

Un silencio pertinaz se interpuso. Las miradas, que hasta hacía un momento se desplazaban en distintas direcciones, ahora se unían. Ambos temblaban, como si fuera el primer día que se conocían. Un lenguaje de miradas, muy elocuente, comenzó a desarrollarse entre ellos. Lo que no podían expresar con la voz lo hicieron con las miradas. Ya no eran los mismos. Algo había cambiado en ellos. Jack le acarició el pelo y ella hizo lo mismo con el suyo. El imán era irresistible. El cosmos se paralizó, el sol se petrificó, la luna no deseaba despertar y las estrellas huyeron de la noche. La luz de sus almas se elevó hasta el infinito para luego fusionarse en un prolongado beso. El primer beso.   

Algo comenzaba, el amor detrás de la máscara había sido revelado. Ya nada podía detenerlos. Las grandes torres que los aprisionaban se habían derrumbado. Solo les quedaba el futuro por descubrir.  

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