Fue ese primer y único cruce de miradas un flechazo intimidante que me atemorizó de tal manera que no fui capaz de volverlo a mirar durante todo aquel corto e interminable recorrido, aun así jamás olvidaré este único encuentro. Sin embargo, en ese momento yo sí estaba lejos, bien lejos de imaginar o de calcular siquiera que este insignificante hombre me encadenaría para toda la vida, sin permiso ni resistencia alguna de mi parte.
Faltando unos diez minutos para las siete de la noche del sábado 16 de Febrero de 2019 cuando llegué a la estación a esperar el transporte urbano; no había demasiada gente; tampoco se demoró mucho en llegar la ruta que yo esperaba. No sé en qué momento él me vio; a decir verdad hoy, después del suceso, yo creo que él ya me había visto desde hacía mucho rato; hoy pienso que él estuvo junto a mí en la estación mientras esperaba, pero yo solo lo vi en el mismo instante en que me subí a la buseta; él estaba ahí parado, junto a la puerta. La severidad de aquella mirada, que aunque yo en ese instante no supe advertirlo, me profetizaba un lazo eterno, una cadena perpetua que me ligaría a este alfeñique ser.
La buseta llevaba a algunos pasajeros de píe aunque no iba con demasiado sobrecupo; una muchacha morena que tenía su maletín cargado por delante se subió y quedó tan apretada que no aguantó y se bajó inmediatamente; entonces yo aproveché para subirme y comprobar que la buseta no iba con tanto sobrecupo, por esto mismo se me hizo tan extraño que la citada mujer se haya bajado por lo apretada que quedó. Luego del suceso fue que vine a caer en cuenta que este hombre se echó para adelante para estorbar y apretujar a la muchacha y hacerla bajar sin que alguien se percatara.
En el mismo instante en que yo me subí a la buseta nuestras miradas se hablaron, hoy en día lo puedo entender porque en ese momento no me di cuenta, su mirada punzante me delataba la agresión y mi mirada sorprendida le manifestaba mi temor ante la amenaza. Inmediatamente me compuse y sin volverlo a mirar, me acomodé de la manera más cómoda para ambos, él seguía inmóvil, a la espera, sin quitarme los ojos de encima, analizando cada movimiento mío con todos y cada uno de sus sentidos; esto lo deduzco ahora después del suceso. Me di vuelta para prenderme del tubo de la buseta con mi mano derecha; de mi hombro izquierdo colgaba mi bolso negro tejido, cerrado o asegurado únicamente con su solapa porque el cierre o cremallera se había dañado; mi brazo izquierdo doblado al pecho con una agenda en la mano. No pasaron más de dos minutos de este particular recorrido del cual yo no sé rendir mayores detalles a pesar de estar presente y consciente todo el tiempo.
En la siguiente estación, repentinamente el insignificante personaje dijo algo como así: “uy, ya me tengo que bajar…” y dio un rápido y ancho paso hacia la puerta de salida que estaba justo a mis espaldas… en ese mismo instante algo, yo no sé decir qué, me avisó lo sucedido.
Inmediatamente el rufián da el paso para salir de la buseta que ya iba parando, yo, como un autómata, mandé mi mano derecha a mi bolso buscando mi cartera mientras la buseta vuelve y arranca.
Aterrada, vuelvo y busco mi cartera en mi bolso para corroborar que había sido víctima del infame “cosquilleo”, delito tan popular en Colombia que consiste en que te sacan la billetera, el celular o lo que sea de una manera tan suave y sutil que vos no lo alcanzás a percibir.
El problema que me ha dejado para siempre este muerto de hambre es que no tengo control de mi cédula de ciudadanía ni de mi tarjeta profesional, pues ambos documentos iban en mi cartera. No sé qué puedan hacer con ellos de aquí en adelante.