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FUI AMADA ALGUNA VEZ

Un ser humano puede vivir, por cierto período, sin agua, alimentos, refugio, abrigo o calzado, pero no puede vivir sin amor. Sin nadie que lo quiera. Hasta los más indignantes asesinos, tuvieron alguien quien los amó: no necesariamente un ser humano, puede ser un perro.   

Buscamos, en este mundo, lleno de tinieblas, incertidumbres, trampas, víboras feroces al acecho, alguien, que nos diga la palabra tan difícil de pronunciar y sin embargo, tan necesaria: te quiero.

Dicha palabra me fue negada de niña. Jamás nadie me la dijo. Sin duda la necesitaba. Tal vez, me hicieron un favor. Lograron que sea más fuerte. Nada podía tocar mi corazón. ¿De eso se trata? El sufrimiento: ¿acaso fortalece o debilita el corazón? En ese tiempo creía que lo fortalecía: si se recibe golpe tras golpe, el último no se siente tanto como el primero. ¡Vaya que los tuve!

―Elizabeth, Dios todo poderoso no te bendijo con un cuerpo hermoso, por lo tanto, desarrolla tu inteligencia. No es una buena cualidad en una mujer, espanta a los futuros esposos, pero te servirá para sobrevivir ―fue la única palabra de aliento que recibí, por extraña razón, de mi propia madre.

¡Claro que la usé! Fue mi única arma con la que pude combatir: mi inteligencia. En eso, nadie pudo más que yo. ¡Cómo me esforcé! Día tras día, leía, estudiaba, observaba, aprendía. Fue tal evidente, que mi padre, John Rockefeller, accionista mayoritario de la Standard Oil, me llevó como consejera, en un tiempo en que las mujeres no hacían eso: eran los primeros años del siglo veinte.   

Por mi condición inferior, la de ser una simple mujer, no podía recibir el trato de mis pares en el mundo empresarial. Ni siquiera de mi padre. A pesar de mi trabajo, jamás una palabra de agradecimiento o reconocimiento. Solo era mi obligación como hija. Al contrario, debía estar agradecida por la oportunidad, siendo tal “inferior”. Todo el reconocimiento fue para mi hermano John Rockefeller Jr. Mis informes financieros eran impecables, mis predicciones sobre el mercado de valores, certeros. Predije la caída de la bolsa el martes negro del 24 de Octubre de 1.929. ¿Acaso eso importó?

Mis cuatro hermanas, Alice, Alta, Edith y Marie no entendían como me comportaba, pero ellas solo eran unas ignorantes, que jamás hubieran comprendido. Ni siquiera me esforcé en explicarles.

Fueron años de soledad, de trabajo, de vacío. Tuve todo lo que alguien puede querer y al mismo tiempo nada. Tenía montañas de regalos en mí cumpleaños, flores, arlequines, música, pero jamás un beso de mi madre o mi padre. A Moisés se le permitió ver la tierra prometida pero se le negó la posibilidad de pisarla. Mostrar el cielo y heredar el infierno. ¡Qué retorcido es el destino!

Han pasado muchos años. Mis manos se han ajado, igual que mi rostro. Mi pelo, otrora amarillento, se ha tornado grisáceo.

Hoy he recibido una extraña carta. Es de mi asistente, Henry. ¿Qué le pasará? Hace años que no lo veo. Se retiró de la empresa y jamás supe de él. Guardo hermosos recuerdos. Siempre tan solícito. Siempre atento a mis deseos. Bueno, tal vez, era su trabajo. No lo sé. Tengo en mis manos la carta. No sé por qué no me atrevo a abrirla. ¿Qué puedo perder?

“Elizabeth, hoy puedo expresar lo que siento porque nada me importa. Lo puedo decir luego de sacudir mis inhibiciones. Te conocí cuando tenías veinte años y yo igual edad, dos jóvenes ansiosos por complacer a tu padre. Ahora, con los años, no fue así. Solo quería complacerte a ti. Cuando te vi, por primera vez, con tu pelo recogido y estirado hacia atrás con una trenza, tu rostro suave, y tus ojos azules levemente rasgados, y tus delicados modales, me dije a mi mismo: es una princesa. Claro que yo no era nada, solo un simple joven asignado para asistirte. Y lo hice, no por la paga, podría haber renunciado muchas veces, tuve importantes ofrecimientos de compañías competidoras, solo me quedé por ti. Te amé durante años. Sé que no te casaste. No sé por qué. Pretendientes los tuviste. Te confieso mi amor porque ya nada importa. No te amo por ser Rockefeller, sino por ser Elizabeth. Como sé que eso pesaría, y como no soportaría un rechazó de ti, lo callé. Preferí el amor en silencio. Eso fue suficiente para mí. Solo quiero que sepas que fuiste amada profundamente, alguna vez”.

Yo sentía igual. ¿Ahora me lo dice? ¿Cuantos años desperdiciados por un falso axioma? ¡O Dios! Sé que la soledad es mi compañía, mi tutora, pero ahora todo mi universo se ha desplomado. Debo ir a confrontarlo. Soy fuerte, nada puede detenerme en mi resolución.

 

***

 

―Esta debe ser la dirección, Señora ―me dice el chofer.

―Así es, deténgase.

Qué nervios tengo. No soporto la ansiedad. Tengo su carta en mis manos. Lo confrontaré. No sé qué pasará pero debe ser algo bueno. No es tarde cuando el amor llega tan perezosamente. Me siento una chiquilla en su primera cita. ¡O Dios! Me verá gorda. Vieja. No, eso no le importará. Estoy segura. Como a mí tampoco. Con firmeza golpeo la aldaba de bronce de la puerta.

Una mujer que apenas puede caminar, me atiende:

― Busco a Henry― le digo con impaciencia.

La mujer, arrasada por las lágrimas en su rostro, me dice con un hilo de voz:

―Henry murió hace dos días.

Me quedo petrificada. No lo esperaba. Estoy acostumbrada al sufrimiento, pero esto me superó. La soledad vuelve a mi alma y conmemora quien soy; el destino me deslumbra con su ropaje impredecible. Solo me queda el recuerdo, el sublime y maravilloso recuerdo, de haber sido amada, por lo menos, alguna vez.  

 

NOTA: Elizabeth  Rockefeller murió joven, a los 40 años en 1906. A los efectos dramáticos y de la historia, fue alterado este dato, dando a entender que vivió mucho más años de los reales. 

            

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