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Febrero de 1844, ciudad de Brighton (Inglaterra)

Recientemente se había inaugurado la Estación de ferrocarril de la ciudad, lo cual abrió una fluida concurrencia de personas desde otras ciudades, principalmente de Londres.

Arthur Clayton fue nombrado jefe de la estación. Era un hombre de contextura delgada, de unos cuarenta años de edad y con unos ojos azules muy profundos. Debajo de su prolijo sombrero de uniforme, una abundante cabellera amarillenta pugnaba constantemente por salir.  

Su leve cojera de nacimiento, siempre lo perturbó muchísimo. Fue objeto de burlas muy crueles durante sus años juveniles. Eso unido a su escasa estatura y patológica timidez, creó en él un gran complejo de inferioridad. Se sentía insignificante, poco atractivo para las mujeres.

No tuvo otro camino que refugiarse en su empleo. El impecable uniforme oscuro y los prolijos botones plateados que resaltaban a primera vista, junto a la pequeña autoridad que da el ser jefe de una estación de ferrocarril, fueron el camuflaje perfecto para esconder esta debilidad.

Sus lustrados y brillantes zapatos resonaban al caminar y cuando utilizaba el silbato para anunciar la llegada de un tren,  lo hacía sentir alguien importante, alguien a quien todos debían prestar atención. Era su momento de gloria. 

Vivía solo en una antigua y gran casona que había heredado de su padre. Si bien no le disgustaba su vida, tampoco era feliz, pleno. El amor nunca había tocado su corazón, solo la rutina lo aturdía lo suficiente como para no pensar en ello.  

***

Esa noche era muy fría. Arthur hacía su recorrido por los andenes del ferrocarril, como acostumbraba. Esperaba el último tren de las diez, para terminar su turno.

El gran reloj central ya casi lo marcaba, sin embargo extrajo el suyo, con una larga cadena de plata que lo unía al esférico, para confirmarlo. Instintivamente siempre lo hacía, aunque nunca diferían.

El tren llegó sin demora. Comenzaron a bajar los pasajeros, la mayoría provenientes de la ciudad de Londres. Rutinariamente continuó con su trabajo cuando de pronto vio algo que lo eclipsó: una elegante mujer rubia, con un peinado muy arreglado y una capelina azul que le cubría parte del rostro. Tenía un tapado muy refinado. Si figura era tan esbelta y bien proporcionada, que parecía hecha por un artista del renacimiento. Viajaba sola, al parecer.

Con pasos muy elegantes y femeninos, bajó del tren. Tomó un pañuelo y se lo acercó a su perfecta nariz; luego se escurrió algunas lágrimas que le brotaban de su bellísimo rostro.

Arthur se le quedo mirando, ¡como no hacerlo!. Ningún mortal hubiera hecho lo contrario.   

La mujer continuó su camino, Arthur la siguió irreflexivamente; quería saber porque una belleza como esa lloraba. Se imaginó algún amor no correspondido, era común, lo había visto muchas veces en los andenes.  

La mujer se sentó en una banca de la estación, junto a su maletín de mano. No traía equipaje. Algo no andaba bien; ¡ cómo una hermosa mujer viajaba  a un horario nocturno, sola y sin equipaje!, se dijo.

Desde lejos, se quedó mirando tratando de entender que sucedida. La intriga lo atormentaba.  

Ella seguía sentada y se frotaba el rostro delicadamente con el pañuelo, tratando de escurrir sus lágrimas, ahora un poco más abundantes.

No podía más, debía hacer algo. Pero ¡qué!; él era el jefe de la estación, pero no podía molestar a una persona por el solo hecho de tener curiosidad. Además, le dio pena. Finalmente se acercó y le dijo:  

-¿Se encuentra bien Señora?

La mujer acomodó su sombrero, alejó el pañuelo de su rostro para finalmente levantar la mirada. Sus ojos  celestes, eran tan hermosos que Arthur se quedó hipnotizado.

-Sí, estoy bien – le respondió tratando de disimular su tristeza.   

Arthur reconoció a esa mujer, era Ashlyn Wadlow. Habían sido muy unidos de pequeños, cuando sus familias vivían muy próximas, hasta que los Wadlow se trasladaron a Londres.

El siempre estuvo enamorado de ella, aunque por su complejo de inferioridad, nunca se lo pudo decir. Ahora le pasaba lo mismo.

No atinó a hacer otra cosa que aceptar la respuesta de ella y se retiró caminado con el acostumbrado vaivén en sus piernas.

Ashlyn también lo reconoció. Con sus ojos aún enrojecidos, se le quedó mirando para estar segura. Reaccionó rápidamente y le dijo:

-¿Tú eres Arthur Clayton ?.

Retrocedió lentamente y le confirmó quien era. El rostro sollozarte de Ashlyn comenzó a recuperarse. El se sentó a su lado y hablaron largo rato. Ella esquivó decirle el motivo de su tristeza y él, como caballero, no se lo preguntó. Retrocedieron a su infancia, a los hermosos recuerdos de adolescentes  y eso la hizo sacar de su transe y a él de su timidez extrema.  

Finalmente  ella le dijo que se quedaría unos días en el hotel Bedford y luego se iría nuevamente a Londres.

***

Al otro día, Arthur dudo mucho en ir a su encuentro, no habían quedado en nada, solo se despidieron esa noche en el ferrocarril. Le volvió a asaltar la timidez y sobre todo, su menosprecio. 

¡Qué hacer!, se dijo. Ella era tan hermosa y él tan común. Finalmente, se puso su mejor ropa y un elegante sombrero negro de copa, que nunca usaba, pero la ocasión lo ameritaba. Se dirigió al hotel y cuando llegó, volvió a dudar, pero ya era tarde, estaba en frente del conserje.

Cuando Ashlyn bajó de las escaleras, se volvió a eclipsar, como la otra noche. Ella estaba hermosísima con su vestido verde y una elegantísima capelina.  

Se saludaron y él la invitó a tomar el té. Ella aceptó y juntos fueron a un cómodo establecimiento cerca del mar, a pocos pasos del hotel.

Las miradas ya no eran de amigos, sino algo más. Largos silencios entre las frases acentuaban un sentimiento intenso de amor que iba creciendo.

La pregunta surgió sin demora.

-¿ Puedo saber, Ashlyn, por qué llorabas en la estación?.

Ella se quedó en silencio y con una mirada fija. Dudaba en decirle la cruel realidad, pero no tenía alternativa, debía compartir ese dolor.

- Tengo cáncer terminal Arthur. Solo vine a mi ciudad natal para morir, no me queda mucho.

Su cuerpo se estremeció. No podía creer que una mujer tan hermosa  pudiera extinguirse antes que él. Venció su encarnada timidez y le respondió con firmeza:  

-Ashlyn, no puedo remediar eso y lo lamento muchísimo- hizo una pausa y luego tomó coraje -.Yo te he amado toda mi vida. Te seguiría a cualquier lado, por más nefasto que fuere.

Nuevamente eclosionaron sus miradas,  pero esta vez tuvo una consecuencia, se fundieron en un abrazo tan profundo que parecían un solo ser.  

Arthur le acarició el rostro, secándole las lágrimas con su propia mano. El no se atrevió a besarla, solo absorbió el profundo dolor de ella. Luego la acompañó al hotel y se despidieron. Esta vez no fue tan fríamente como en la estación.

-Ashlyn, mañana te pasare a buscar e iremos a un lugar muy especial. Por favor, no me digas que no- su voz sonaba con una inusitada determinación.  

Ella ya no tenía fuerzas para negarle nada. Incluso el subir las escaleras le costaba, pero jamás se expondría a que Arthur la viera así. Era una dama y las flaquezas junto con las debilidades estéticas debían siempre ocultarse, así le enseñaron desde pequeña.

El sol se había hecho camino sobre la espesa niebla de la noche, que era un recuerdo. Sus rayos resplandecientes, propios de la estación invernal, bañaban los rostros de sus habitantes.  

Tomados de la mano, algo que Ashlyn no objetó, recorrieron la ciudad; eso se repitió por un par de días. Vivieron hermosos momentos, se intercambiaron penetrantes miradas que hubieran derretido la nieve más persistente.

Al cuarto día pasó lo maravillosamente inevitable, él la besó cuando estaban solos mirando la puesta del sol sobre el inmenso mar que rodeaba la ciudad. El romance se había iniciado.     

Se acercaba la segunda semana y Ashlyn comenzó a sentirse mal. La terrible enfermedad que la corroía por dentro no tardó en reclamarle su lugar.

A ella no le importaba, tenía una percepción de los días muy distinta al común de los mortales. Cada instante era un siglo, una eternidad. El tiempo era muy valioso y debía vivirlo intensamente.

-Mi amor, no sé como continuar sin ti – le dijo Arthur, arrodillado junto a la cama de ella, tratando de encubrir su profunda tristeza y desolación. 

- Estos días que he vivido contigo fueron los más hermosos y profundos de mí existencia – le contestó ella, con sincera satisfacción.

- Ashlyn, supe desde siempre que no te merecía, soy tan insignificante – tragó un latigazo de saliva y luego intentó continuar- pero te amó tanto que tal vez eso…-No pudo decir más, sus lágrimas ahogaron su garganta.  

Ella le tomó el rostro con sus suaves manos y le dijo algo escalofriante:

-Quiero casarme contigo, Arthur Clayton. Has los preparativos.

Arthur no lo podía creer. Ashlyn agonizaba y solo podía pensar en un matrimonio con él. ¿Por qué se lo pedía?. Por lástima, piedad o amor. No le importó. El la amaba. Convocó de inmediato a un sacerdote.

La ceremonia fue sencilla y modesta, los dos tomados de las manos, ella en la cama y él a su lado. Lo último que escuchó Ashlyn y que la reconfortó para la eternidad, fue: “hasta que la muerte los separe”.

 

Nunca es demasiado tarde para encontrar el amor. A veces aparece como un efímero rayo de luz en la profunda oscuridad, pero puede justificar toda una vida, solo por esos breves instantes de inmortal felicidad.   

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