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IMPRESIONES, SENTIMIENTOS, y SENSACIONES DE UN VIAJERO POR LA COSTA BRAVA.

 

 

 

El monasterio de Santes Creushoy está como perdido, en una ruta que solo conduce allí. Está en un valle lleno de arbolado y que apenas conserva trazas de cultivos. Este monasterio, al igual que otros tantos lugares, es un ejemplo de cómo algo que fue importante, importantísimo, con el paso del tiempo se convierte en algo muerto, en algo que ni se parece a lo que fue ni a lo que para lo que fue hecho. El gran claustro es magnífico, con las paredes llenas de tumbas de grandes señores de los que nadie se acuerda y que casi nadie sabe quiénes fueron. Los restos del palacio real se presentan elegantes, refinados, con unas columnas finas y gráciles.

 

 

         Durante un buen rato me siento en una esquina en una plaza de Peralada, a la sombra de unos árboles. De vez en cuando pasa alguien, pero esta gente no tiene costumbre de decir ¡Buenos días! a los desconocidos. Pasa un vagabundo con una bolsa azul.

  • ¡Buenos días! Aquí se está bien, ¿verdad?

  • ¡Buenos días! Sí que se está bien aquí.

  • Voy a buscar un sitio para sentarme a almorzar

  • Si quiere siéntese aquí que yo ya me voy.

  • No, muchas gracias. Me voy a sentar en aquel escalón que allí se oye mejor a los pájaros. ¿Si gusta?

  • ¡Muchas gracias! ¡Qué aproveche!

                Doy un pequeño paseo y a la vuelta veo al vagabundo almorzando. Empiezo a caminar más despacio. Hasta mí llegan las piadas de los pájaros.  ¿Aquí sabrá mejor el almuerzo?

     

     

                Llego a Port Bou. Lo que más miro no es el mar, son los Pirineos. Miro como para asegurarme de que siguen ahí. Hasta aquí llegué después de una semana andando, en el primer recorrido que hice con el club Anaitasuna de la travesía de los Pirineos de mar a mar. De esta zona no conocía nada y la verdad es que me gustó mucho. En la primera montaña más alta partiendo del mar pase la última noche. Dormimos allí para ver amanecer sobre el mar. No fue nada especial, pero estuvo bien. Luego me acerqué hasta la playa donde nos dimos el baño que ponía fin a tan hermoso esfuerzo. El mar tampoco se había ido, pero en lugar del grupo bullicioso que yo recordaba ahora no había nadie. Solo estaba yo con las montañas, con el mar y con mis recuerdos.

     

     

     Cadaquésesuno de los pueblos más bonitos y mejor conservados de la Costra Brava. Está lleno de cuestas, de callejas, de patios y de plantas. Las calles están empedradas, como imagino que estuvieron siempre, y desde muchos lugares, casi de repente, aparece el mar. Y junto al mar las casas y los montes. Casas y montes que tienen a esta hora una luz especial, la luz del atardecer. Los tejados tienen un bellísimo color naranja y las casas son luminosamente blancas por un lado y de un blanco azulado por el otro. Y junto a este blanco azulado está el azul del mar y el azul del cielo. Todo es un conjunto de color maravilloso. Todo es un conjunto de calma, paz y quietud.

     

     

    Cerquita está Ullá,un pequeño pueblo hoy vacío. No me encuentro con nadie por la calle y todas las puertas y ventanas están cerradas. No se oye música, ni la radio, ni el ladrar de un perro, ni las conversaciones de las personas ni las risas y llantos de los niños. Todo está en silencio.

     

               

                Voy andando por las calles de Peratallada. Se pone a llover con bastante intensidad y me resguardo bajo uno de esos arcos que unen una casa con otra, que son como puertas abiertas a nada, que otras veces son como puentes de paso entre las casas con su ventana en medio y otras son como apoyos que tienen las viviendas, cuando ya se van haciendo viejas, para no echarse una encima de la otra.

                El agua de la lluvia corre por el suelo y todo lo deja limpio, limpísimo y las viviendas y las plantas y el cielo se reflejan en el agua. Nadie sale a cerrar una ventana, una puerta, o a correr una persiana. Ninguna viejecita se asoma a la ventana y dice mirando para dentro de la casa: ¡Hay que ver la que está cayendo! ¡Cómo corre la calle! Solo hay el ruido del agua, solo hay silencio. Cuando deja de llover pian los gorriones y se oyen el canto de los mirlos. ¡Parece que vuelve la vida!

     

     

                Recorro toda la parte amurallada de Tossa de Mar. No es mucho lo que hay dentro, pero la vista es maravillosa. Me siento en un banco situado en un lugar estratégico y me dedico a mirar. Es curioso, pero hay lugares y situaciones en las que no pienso en nada, en las que no me aburro, en las que el tiempo pasa sin darme cuenta y de las que salgo con una gran sensación de calma y tranquilidad. Son lugares y momentos en los que se serena el espíritu, en los que… bueno, la verdad es que no sé lo que pasa, pero son momentos agradabilísimos y de los que se guarda un bellísimo recuerdo.

     

     

                Castell Follit de la Rocaes uno de los pueblos más impresionantes que se pueden ver cuando se pasa por la carretera. Es una aparición increíble: unas casas colocadas en lo alto de un espolón rocoso inaccesible. Debía ser un lugar inexpugnable. Hoy está casi vacío. Casi todas las casas están cerradas. Entro en el único bar que veo abierto a tomar un café y estoy solo. Me da mucha pena recorrer este tipo de lugares que están muertos. ¿Qué fue de la vida que aquí hubo, de los momentos de esplendor y pujanza? Aquí, como en otros lugares semejantes, me vienen a la memoria las Coplas de Jorge Manrique.

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