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LA ÚLTIMA HORA, EL ÚLTIMO MINUTO, EL ÚLTIMO SEGUNDO.

La noche, con sus temibles y despiadados tentáculos, se despereza sobre la tranquila e inocente ciudad, habitada por seres humanos que solo contemplan un futuro aleatorio; ellos mismos desconocen lo que acontecerá. El tiempo, infinito para los mortales, plantea una extraña paradoja. Todos viven como si el fin fuese inexistente, pero llega inesperado, sin ser invitado. Para Dios, la existencia carece de relevancia, pues es eterna; para los hombres, en cambio, cobra una gran importancia al ser única.

Los seres humanos solo pueden lanzar los dados una vez, y entonces entra en acción la probabilidad. La lluvia arrecia sin piedad, castiga con sus fuertes brazos a toda existencia, presentando escenas diluvianas en las que nada parece humano. Escenarios apocalípticos se ciernen sobre la ciudad indefensa, como torres de cemento ante el Poder Absoluto, aquel que quizás conoce Dios.

Un omnipotente rayo atraviesa el cielo, acompañado de un estruendo aterrador que casi hace sentir el fin inminente. Todo parece perecer, y la noche y la oscuridad se erigen como amos.

Richard permanece inmóvil. Los signos vitales indican que aún vive, lo cual es significativo. El respirador mecánico, que inhala por él, es su vida. Una fría máquina le otorga existencia, como si esta fuera crucial. ¿Teme acaso a la muerte? No, claro que no. Simplemente no es libre; se encuentra atado a esa máquina que le insufla vida.

Las escenas de su vida se repiten día tras día en su mente, meras abstracciones, entidades que subsisten en su cabeza. ―Padre, ¿estás ahí? ―es la voz de su hija, que en vano intenta comunicarse.

El silencio y la obstinación son su respuesta. Jamás le brindó un beso, una caricia, jamás le expresó su amor. El afecto le era ajeno. Solo el poder ocupaba el trono de su devoción. Llegó a la cima del poder. ¡Cómo habría acariciado su rostro, inocente y puro! Sin embargo, el coma se lo impide. El tiempo se agota.

El reloj señala las once en punto, casi media noche. Una hora antes del nuevo día. Elizabeth, su fiel esposa, se acerca. A pesar de los insultos y malos tratos, siempre lo amó; quién sabe por qué designio, pero lo amó. Un amor genuino que nunca fue correspondido. Le besa la frente y sus lágrimas surcan su rostro, desgarrado por el dolor.

Richard solo puede observar; daría su alma por hablar, por decir algo. Los minutos se hunden en el océano del tiempo, los segundos, fieles súbditos, mueren junto a ellos. El tiempo se desvanece.

Lentamente, casi sin fuerzas, Richard toma una carta que descansa en su almohada y se la entrega a su hija:

"Sabía que este momento llegaría. El cáncer que me diagnosticaron es irreversible. Deseo decirles, a mi amada esposa e hija, que he sido un hombre débil. Atormentado por mi ego, mi virilidad; con el paso de los años, he llegado a percibir lo intrascendente de ello. Pero no he logrado remediarlo. He actuado conforme a las lecciones de mi padre, quien sostenía que las mujeres son frágiles y débiles, seres que necesitan guía. Con el tiempo, comprendí que aquello era una mentira. Las amo a ambas. Adiós".

La última hora, el último minuto, el último segundo pueden representar la gran oportunidad para alcanzar la eternidad.

 

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Evgeny Zhukov Triste historia, pero bonito mensaje de reflexión. Muy buen escrito, Daniel. ¡Gracias por compartir!

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