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Cenizas. Despojos. Débiles hálitos de vida, imperceptibles deseos que sucumben ante la oscuridad de la noche. Todo lo que empieza tiene un final. Nada es eterno. “Te amaré para siempre”, es solo una quimera, una ilusión. Pérfido engaño que deseamos que sea real, que exista solo para nosotros. Un amor eterno, que nunca muera, que nunca perezca, que nunca se agobie, que nunca se dé por vencido. ¡Qué fascinante sería! Nada de eso es real. Nada sobrevive al amor. Nada.

Es hermoso amar y ser amado o amada. De los innumerables sentimientos que el ser humano puede expresar, ese es el más excelso y al mismo tiempo es el más ruin. Nos hace dependientes, vulnerables, solo deseamos ese ser que nos promete amor eterno, que al final no lo podrá cumplir. Ofrecer eso es malvado, retorcido, aunque se sienta sinceramente en el corazón y en el momento de decirlo, sea así. Prometer el cielo y legar el infierno: no es justo.

Nada puede y debe existir después del amor verdadero. Solo el abismo de la soledad, de los recuerdos, del ayer, de ese tiempo en que todo era felicidad.

¡Claro que creo en el amor! Pero solo en el amor único, irremediablemente efímero, casi una brisa en la breve existencia. Algo que cada día que lo vivimos con intensidad, se nos escapa, se los esfuma, en la nada del pasado. “Porque el pasado no existe”. Solo hay un tiempo y ese tiempo es el presente. El hoy importa, porque el hoy nos pertenece, es nuestro: hoy puedo amar, hoy puedo odiar, hoy puedo matar, hoy puedo traicionar, hoy puedo vengarme, hoy puedo ser misericordioso…solo hoy. Si en ese hoy está el amor, debemos considerarnos afortunados, aunque eso no sea eterno.

Siempre he creído en esto y ahora, el “hoy” se ha convertido en mí “ayer”. Perezco, muero en vida. Mi amor se ha ido. Tengo treinta años y mi alma ochenta. Me pesa el dolor. Casi no puedo respirar sin ella. Helen. De solo pronunciar su nombre, su dulce nombre, me castiga el alma.  

La luz de la luna penetra sobre mi ventana y brilla con un inusitado resplandor que producen las lágrimas que navegan sobre mi rostro. Es impertinente, no respeta mi dolor. Aunque es débil en su luz, me hiere. No puedo soportar nada que brille.  

Apenas puedo moverme, el alcohol ha hecho efecto en mi cuerpo. Me ha aletargado, pero solo en mis movimientos. Mi mente está intacta. Veo su imagen, su silueta, su sonrisa, y todo me sumerge en la amargura. Recuerdo sus ojos en el hospital, no los puedo olvidar. No podía hablar pero esos celestes, tan puros como el cielo, expresaban mucho más que las palabras. Me decían que me amaba “hasta la eternidad”, una piadosa mentira que tomé como verdad. Ella se llevo todo: mi vida. ¡Qué me importa lo que siga! ¿A caso hay algo después de un gran amor? ¡Oh Dios! ¡Cómo la extraño! Su muerte fue mi muerte. Ella me llevó consigo.

El etílico ya no me alivia. No me hace olvidar. Me angustia, pero al mismo tiempo me da fuerzas para tomar la decisión final. El arma está sobre la mesa y mi ser a un lado. Una extraña combinación de vida y muerte. Solo hay un paso, un simple latigazo en el gatillo y la paz. La nada. Y tal vez, solo tal vez, algo que compartir con ella.

Mis ojos vidriosos, mi rostro ya seco por las lágrimas, la oscuridad que finalmente reina en mi apartamento, es la imagen de mi último instante. ¡Qué fácil es quitarse la vida! Si todos supieran cuán fácil es, no habría tantos psicólogos, psiquiatras o ministros religiosos que lo impidieran. Es tan imperceptible el instante, que no vale la pena narrarlo. Pasar del dolor a la paz, de la angustia a la nada: ¡Oh Dios! que camino tan fácil. Solo que en ello nos va el alma.  

Tomo el revólver y el metal es frío y pesado. Debe serlo para liberarme. Lo manipulo, con cierta duda. Todos tenemos dudas ante la muerte. Castigo o paz. ¡Qué tendré! Nada puede ser peor a lo que vivo. La decisión está tomada. Verifico el cargador y está completo. Es hábil para matar. Solo hace falta accionar el gatillo. Bebo un último trago de whisky y todo está preparado. La duda lentamente se disipa ante el arma y los demonios reinan sin piedad: ¡hazlo! ¡Cobarde! ¿No te atreves? Esa voz, muy persuasiva, en lo profundo de la conciencia surge con vehemencia. No tengo argumentos para oponerme.         

Un inesperado y perturbador sonido del timbre me hace detenerme. Es insistente. Por una instintiva reacción, me levanto del sofá, escondo el arma debajo de las almohadas del sofá. No sé por qué actuó así. Algo me impulsa a abrir la puerta y no lo comprendo, pero lo hago.

***

― Peter, estás bien. Soy Karen, tu vecina. Te he notado que en esto días no sales de tu apartamento y decidí traerte una pizza y cervezas ― exhibe en sus manos el producto, agitando las latas, con una suave y compasiva sonrisa en su rostro ― Creo que necesitas una amiga. Se lo que ocurrió con tu esposa. Lo siento mucho, pero debes superarlo.

Una frágil luz, en la inmensa oscuridad de la noche, se hace presente en esa alma desolada. No es Helen, no es el amor de su vida, pero es alguien a quien le importa. ¿Es suficiente eso para seguir viviendo?

― Sí, pasa Karen ― respondió irreflexivamente. Los hilos del destino conducen su vida de ahora en adelante.

La joven observa el lugar, se sienta rápidamente en el sofá y con una mano palpa el arma que ha escondido debajo de la almohada. Es una chica inteligente y sabe lo que eso significa.

― Sé que estás sufriendo y no te dejaré solo esta noche. Nada en este mundo me hará dejar este apartamento. No lo hare ― se posicionó sobre el arma sin extraerla, solo se quedo allí.

El joven se arroja en el otro sofá y se le queda viendo. Toda su filosofía se desbarata por el piso. El amor eterno, el sufrimiento sin fin, el ayer que muere, todo eso, ahora, era banal. Alguien, una simple chica, una simple mujer, brotada del destino, se preocupa por él. Un débil destello de luz, una pálida y misteriosa briza golpea su corazón. No es Helen. No sabe si es algo más que una amiga, una chica preocupada por su vecino, una buena samaritana. No sabe si es piedad lo que la empuja. Nada de eso sabe, solo que hay alguien allí, al final del túnel.

Esta noche nada debe pasar. El destino trágico; la muerte, en definitiva, debe ser detenida. Solo debe triunfar la esperanza: ¿Por qué no? Dos almas, en la profunda oscuridad de la noche, de la desolación, de la falta de futuro, se están uniendo para sobrellevar el día siguiente. ¿Acaso esa no es la lucha del ser humano? La lucha por el día siguiente. No por la eternidad, solo por el día siguiente.    

Después de un gran amor, hay algo más, no igual, no superior, no inferior, solo algo que vale la pena descubrirlo.

 

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