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En el mismo barrio de la crónica anterior se desarrolló esta historia, siempre con nosotros, los muchachos de ese entonces, como protagonistas de hechos que ahora nos parecen divertidos pero que rondaban con el delito… sin ser delincuentes. Nos parecía muy normal y decente lo que hacíamos pero nuestros padres y hermanas no lo veían así.

Todo empezó cuando una nueva familia llegó a la barriada; eran personas mayores y dos muchachas jóvenes de más de veinte años, o sea muy viejas para nosotros, menores todos de 18 años. Se dedicaban a la compra y venta de ropa de segunda, o usada si lo prefieren. Su comercio lo desarrollaban en su casa, donde compraban, y en un puesto de la plaza de mercado de la pequeña ciudad, donde vendían los vestidos.

Como siempre, se nos ocurrió preguntarles si nos compraban ropa a nosotros y nos contestaron: ¡claro que si, como no muchachos, traigan todo lo que quieran! Eso para nosotros equivalía a una invitación y cada uno a su casita a revisar baúles, armarios y closets a buscar ropa que nuestros familiares ya no usaran, para llevarla donde nos dieran dinero a cambio para disfrutar de la vida, o sea baile, bebida y chicas.

Estábamos convencidos de hacerle un favor a nuestras familias, en especial nuestras madres y hermanas por sacar de las casas todos esos vestidos, blusas, pijamas y demás que ya no se ponían. Algo en nuestro interior nos decía que eso no estaba bien pero la conciencia se callaba cuando teníamos el dinero en el bolsillo, de todas maneras las prendas cambiaban de dueño en ausencia de las personas de cada hogar.

Todo marchaba sobre ruedas, como dice el dicho, pero no hay dicha que dure cien años y todo empezó cuando la ropa más vieja se agotó y en nuestras mentes de pícaros juveniles empezó el cálculo de cuales prendas no usaban las mujeres de nuestras familias; como es de suponer las madres fueron las primeras en sospechar algo raro pero no sabían que, y miren como es el destino, todo se descubrió por una casualidad que nunca imaginamos.

Un día de mercado la hermana de uno de nosotros acompañó a la madre a la compra y por casualidad pasaron por la sección de ropa usada y otros enseres de segunda. Amparo, que así se llama la hermanita pasó por entre los puestos de venta sin detenerse a mirar pero, de pronto, un pequeño demonio le avisó que algo estaba raro, entonces le dijo a la mamá que se devolvieran a mirar la ropa colgada en uno de los almacencitos y allí como brillando estaba su vestido de la Primera comunión.

Mamá, mire mi vestido, y mi chaqueta, y el pantalón de mi hermana y la ropa de mi papá, y a cada hallazgo iba subiendo el tono hasta que el volumen de voz se convirtió en grito y claro, se acercaron muchos curiosos, entre otros tres señoras del barrio que también identificaron prendas de su propiedad… el grito de Amparo fue: ¡Me baja la ropa, pero ya! Porque en estos negocios casi todas las prendas están colgadas en ganchos. La gente reía y las mujeres afectadas escogían sus vestidos mientras los propietarios del negocio alegaban que ellos la habían comprado…

Por el barullo y el escándalo llegó la policía pero como todos hablaban y gritaban no entendieron nada, por eso tomaron la decisión de llevarlos a todos a la comisaría que quedaba cerca y donde el inspector de policía puso orden. Nosotros estábamos asustados porque nos dijeron que podíamos ir a la cárcel y no sabíamos si largarnos lejos o esperar el resultado. Al final los comerciantes tuvieron que entregar la ropa para evitar una demanda por robo, las mujeres enfurecidas llevaron la ropa a la iglesia y la regalaron, a nosotros nos dieron el sermón más largo que recuerdo de mi juventud y nos suspendieron la mesada semanal hasta nueva orden y nuestros padres tuvieron tema para conversar y reírse al calor de unos tragos. 

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