PETALOS AL ATARDECER
La suave y traicionera luz del atardecer parece matar toda vida o ilusión humana, estertores de una existencia que desea seguir aquí, ser como es, y sin embargo le es negada, su rosada luminaria tiñe todo a su paso: los tejados de las casas se derriten ante el colosal astro solar que muere sin remedio. El sol con sus poderosos brazos no puede sobrevivir a la inevitable noche, por más que luche, que luche sin cesar. La oscuridad es un destino divino. Toda vida es finita, solo segundos en un gran reloj universal que marca el paso sin cesar y en forma despiadada. Todos marchamos hacia la muerte, pero el atardecer nos recuerda que eso es real, no solo una fantasía.
La naturaleza lo sabe, los árboles se oscurecen, las aves simplemente dejan de gorjear, el silencio se apodera de la insipiente noche. Otros sonidos recorren las calles, los poderosos edificios que se erguían en la luz ahora son monstruosas figuras allá a lo alto, oscuras, temibles, con un destino torcido que no conocemos. Pequeñas ventanas con luz piadosas, nos muestra que hay vida, destinos, seres humanos, deseos, odios, amores, mezquindades, altruismos, y tal vez conciencia de la muerte que representa la noche. Toda luz es apagada, todo atisbo de vitalidad es reprimida, solo las sombras gobiernan.
Así veo la vida y mi destino. Creo no equivocarme.
Estoy en Aspen Hospital. Quisiera suicidarme pero el sol y luna se conjuran en contra mía. Dos poderosos astros que se turnan para destruir esa idea. El sol penetra mi ventana solo para decirme que la vida sigue, la noche me recuerda que puedo liberarme, ser libre al fin. Morir. Como soy un ser humano, con tendencia perniciosa a la vida, no puedo cortar el designo de Dios, aunque pudiera, si tengo que sufrir, que así sea. Aunque en vedad no estoy convencido de eso.
Mi cuerpo está inmóvil, pero mis pensamientos van y vienes, mi ventana es la cruel realidad que veo todos los días: el amanecer, el atardecer y la noche. Una incesante coreografía solo articulada por un Dios perverso o un Demonio cruel.
¡Ho Dios piadoso! Si acaso escuchas. Déjame sumergirme en las sombras de la noche para no despertar, que ese sol del atardecer me abrace hasta el fin, no soporto esa inmovilidad de mi cuerpo por estos largos años. Ya es suficiente. ¡Quiero liberarme!
Claro que estas suplicas son desoídas, sigo inmovilizado. Alguna vez escuche de uno de los doctores que me visitaron que comento: “está en coma”.
¡Cómo puedo estar en coma! Reconozco las voces, siento el dolor, percibo los días, observo todo al mí alrededor. Solo que no puedo expresarme.
Hoy es otro día como aquellos, las flores que mi madre me ha dejado perecen lentamente con el transcurso de los días, sus pétalos perecen al atardecer como mi vida que no tiene fin. Solo sombras me rodean, todo me es ajeno y al mismo tiempo familiar: solo soy esas vigorosas flores que mi madre me trae todas la semanas, frescas, vivaces, llenas de vida pero destinadas a perecer en tan solo días. ¡Dichosas!