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Una suave llovizna golpea las gigantescas torres de la ciudad que parecen llorar en la profunda oscuridad de la noche. Kimberly observa a través del inmenso cristal que forma una de las paredes exteriores de su apartamento, las diminutas luces que destellan los vehículos que transitan a los pies de estos dioses de cemento y piensa en lo pequeño que son los seres humanos. Desde estas alturas, ni siquiera son puntos en la inmensidad del espacio. ¿Qué importancia pueden tener estas almas para Dios que está aún más arriba ?”. Se siente sola y abandonada.  

Desde su sofá, en posición fetal, se cubre con una manta y sigue observando a través del cristal. De momentos, un relámpago ilumina su joven rostro empapado de lágrimas. El dolor es insoportable.  

―  Me amas ― le dijo Richard aquella tarde de otoño en Central Park.

― Sí, pero no puedo casarme contigo ― respondió sin titubear.   

Kimberly era una mujer muy atractiva y ambiciosa. Había llegado a la gran ciudad con una firme decisión de triunfar en el cine. Alan, le podía ofrecer eso no así Richard. Por eso aceptó casarse con él a pesar de no amarlo.   

 Un corazón frío, ahora se había ablandado. Ya no es la misma. Sigue observando el infinito cuando de repente desvía levemente su mirada hacia unos papeles sobre el escritorio. Eso la angustia más. Es el resultado del examen médico: “cáncer irreversible”. No le queda mucho tiempo. Aún no se ha casado con Alan. Irreflexivamente toma su celular y envía un escueto mensaje de texto a Richard: “necesito verte”.

Kimberly se incorpora de su aletargamiento en el sofá y camina de un lado al otro como fiera en jaula. De repente la luz de su celular se enciende y Richard responde: “Voy”. Una extraña sensación de optimismo le recorre el cuerpo: “Tal vez no sea tarde” piensa. Odio y amor, dos caras de una misma moneda que ha sido arrojada al aire por el destino.   

Un estrepitoso relámpago cruza el horizonte detrás de los edificios ofreciendo una inesperada claridad. Richard eleva su cabeza para luego continuar conduciendo su motocicleta por la avenida principal. La llovizna no ha cesado y empapa su chaqueta negra. Las luces a su alrededor se desfiguran en pequeñas hebras que se pierden a sus espaldas mientras los pensamientos luchan caóticamente en su interior: “¿Me amará realmente, ha cambiado de parecer o solo seré un juguete en su desahogo de soltera?”. Nada puede hacer, solo seguir su camino. Finalmente llega a su destino. Aparca su motocicleta y lentamente se dirige al edificio. Mientras sube por el ascensor sus pensamientos continúan en batalla. Se recrimina correr hacia ella como perro faldero, pero no lo puede evitar. La ama a pesar de todo.  

Llama a la puerta. Unos breves instantes de silencio y luego la ve por fin. Nada se asemeja a lo pensado. En estos meses sin verla, se ha desmejorado. Unas insipientes ojeras bordean sus, otrora, preciosos ojos azules. El pelo rubio y lacio, lo tiene revuelto y descuidado.  Luego de superar la primera impresión le da un cálido beso en la mejilla y ella responde igual. Lo invita a pasar al interior. Richard intuye que ha estado llorando.

― ¿Que te sucede? ―pregunta con curiosidad.

― Nada, solo quería estar contigo.  

Otro silencio incomodo se interpone. Richard es conducido a un sofá. Al instante de sentarse observa unos papeles con membretes de una clínica. Sin esperar cortesía, los lee y se entera del terrible destino de Kimberley, mientras ella comienza a sollozar.  

― He sido una tonta. Todo este tiempo que estuvimos separados…estaba ciega…quiero decirte que…

 

El no la deja terminar. Solo la toma de los hombros y con fuerza la besa apasionadamente en la boca. Las lágrimas de los dos se funden en sus labios que son uno. Todo se transforma en un sueño en la brisa, algo que parece perecer y sin embargo perdura más allá de la eternidad: el amor.   

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