“Todos somos iguales ante los ojos de Dios,
Pero hay algunos más iguales que otros”
(Irving Wallace)
Cuando todos se marcharon por la puerta de la extravagancia, “El Exótico” dejó que su insomne perenne reposara en ilusiones lúdicas de extrovertimientos; sus palimpsestos flotaron en la nieblalúbrica del viento irreal y en el país mitológico de los gnomos y las hadas, encontraron el serpentear cósmico para desaparecer sin dejar rastros conscientes.
Muchos sueños disímiles encontraron la disculpa perfecta para encontrarse y parlamentar inverosimilitudes en idioma sánscrito mientras una traductora intermúltiple presintió que sus conocimientos académicos eran inconcordantes con la palabrería libidinosa que se parlaba entre los interlocutores.
En el subsecuente segundo de la conversación, acaso se caviló acerca de los detrimentos sentimentales ocasionados en las almas sensibles por los malabares extraordinarios con los que nos engañaba “El Exótico”; eran divertimentos de sabiduría insospechada, de conocimientos variados con los cuales intentaba parecer el erudito avalador de nuestro mermado peculio.
Nuestro provincianismo discurría que “El Mesías” anhelado, esperado y formidable, de pronto surgiría de una sima insondable, tremebunda y titánica, para poner espeluznantes elucubraciones en nuestros susceptibles cerebros parroquiales primitivos y tradicionalistas, llenándolos de temores grandísimos e insuperables.
Pero no, el extravagante Exótico casual, lúdico, lúbrico y altisonante sentía que sus explicaciones, salvadoras de proletarios, no coincidían con parlamentos sofisticados de mentes esotéricas sino qué, si algo suficientemente recurrente debía realizar, era lograr consciencia y consecuencia del conglomerado nacional que tanto esperaba de su inverosímil racionalidad.
Durante su último discurso demagógico, una centella de sabiduría pentecostal atravesó la atmósfera saturada de ectoplasma y golpeó directo en la mentalidad de “El Exótico”; él trastabilló medroso, como si un introvertimiento regresivo se hubiera introducido en su psiquis y su inconsciente hubiera sido iluminado por una diáfana inspiración divina. Se recuperó transpirando dolorosamente, se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano siniestra y, luego de carraspear ruidosamente para despejar la garganta, soltó el caudal de sus pensamientos transformados en palabras: “La psiconeurosis es uno de los más grandes males del milenio y no ha sido tenido en cuenta por los galenos y psiquiatras con la atención que su dimensión demanda; los histéricos compulsivos deben temer a la reencarnación de las almas pero aquellos de ustedes que, simplemente, tienen pequeñas fallas psicosomáticas pueden confiar su salvación a este, su humilde servidor, que sólo desea su bienestar y su dicha en esta y otras vidas sucesivas”.
Sin embargo, a pesar de todos sus ofrecimientos protectores, los problemas oníricos pesadillescos continuaron atormentando nuestros sistemas neurológicos, y no sólo por las crisis económicas familiares, derivadas de los ínfimos salarios, si que también por las enfadosas cargas sentimentales que nos quedaban en cada despertar luego de una noche de pesadillas orquestada por nuestro líder. él, en trance, trataba desde su condición de médium de intervenir ante los espíritus como mediador para que nuestras existencias coincidieran y correspondieran con su idea espiritualista de que “los seres del más allá pueden retornar al más acá mediante el llamado de algunos humanos –como él- para solucionar problemas cotidianos del quehacer en este mundo”.
Desafortunadamente muchos desatendimos las invocaciones del profetizador que llamábamos “El Exótico”, pero otros, tal vez mejor dispuestos, se convencieron con las chácharas que prometían mundos extraordinarios, ilusorios y benéficos para cada uno de los conjeturadores que reflexionaban, y se convencían, que las posibilidades utópicas, irreales y quiméricas sí podía darlas el hombre ese.
Las supuraciones espirituales, emanadas de su cuerpo, no le sirvieron al final para que la masa informe comprendiera, en su mayoría, las estimulaciones tácticas que pretendió entregarles, porque dentro de su inconmensurable ignorancia, esperaban era el verbo prodigioso transformador de sus existencias y no sólo la palabrería desbordante que cambiaba los prometimientos de un líder por los de otro.