UN RELOJ PINTADO EN LA PARED
Un reloj pintado en la pared es, sin duda, un símbolo de eternidad. Jamás las manecillas giraran, jamás un segundo o minuto transcurrirá. En cierto sentido, ese reloj inerte, inmóvil, ha logrado perpetuarse. Marcará una hora y minuto, por siempre, nunca podrá cambiar. Se ha petrificado para no morir nunca. No sufrirá la agonía de ver cada instante degradarse en el tiempo para inevitablemente perecer en la nada del pasado. Porque eso es el pasado, solo sombras que no existen, no están en ninguna parte, no viven, no cambian, no opinan nada nuevo, solo torturan a los seres humanos que lo han dejado atrás y cuando lo recuerdan, quieren volver a esos momentos en que todo era un poco más feliz que el momento actual y no lo pueden hacer. Parte de su ser ya no existe y poco a poco se irá desprendiendo hasta llegar el momento en que deje de existir. Nadie puede recuperar ni tan solo un insignificante momento de su pasado por más que lo desee. No existe, se desvaneció como una gota en el mar, jamás podrá recuperarse esa misma gota. Pero ese reloj ha logrado insultar la muerte, al inmovilizar el tiempo. Ha desafiado el destino, se ha embebido de inmortalidad.
Lo observo desde mi cama. Lo pinté cuando tenía quince años y era un joven ingenuo, un niño que aspiraba a ser un hombre. ¡Cuánta impaciencia tenía! No veía la hora de ser mayor. Quería saber que se sentía ser igual a los adultos y que me trataran como ellos. El mundo era una gran incógnita que debía descifrar. Y lo hice. Unos cuantos años después, comencé mi camino:
―Estoy enamorado de ti Elizabeth. Te ofrezco mi amor incondicional, quiero envejecer contigo. ¿Deseas casarte conmigo?
El sí que me dijo, aún lo recuerdo. Fue un sí de cincuenta años de fidelidad y unión. No me equivoqué. Fue mi primera y más importante decisión. Me enamoré la primera vez que la vi, en la preparatoria, cuando ambos teníamos dieciséis años. Es extraño, pero esas cosas se sienten solo una vez en la vida y jamás es errónea. ¡Como quisiera sumergirme en ese reloj inmóvil y petrificarme en ese momento, en ese instante en que me dijo que sí a mi amor! Vendería mi alma sin pensarlo.
Las sombras de mi pasado, que solo viven en mi mente y no son reales, me torturan, me llaman pero ellas mismas son nada, son solo una briza en el viento, efímeras y sin materia ni futuro.
―Richard, es una niña. Tu primera hija es una niña.
Esas palabras de la partera aún resuenan en mi mente. Karen había nacido, mi primera y única hija. Mi felicidad era indescriptible.
Veo nuevamente al reloj pintado en la pared y siento odio, tristeza y dolor. El abismo de la desolación clama a mi puerta. ¿Por qué no me permite volver a esos momentos felices? Claro. Es inerte, inmortal e infinito. Entonces: ¿por qué Dios le ha dado esa cualidad tan deseada a la figura y no al hombre? ¿Por qué deben perecer en el pasado mis momentos felices y yo vivir solo la angustia del presente? ¿Por qué no me permite petrificarme, detenerme en esos momentos, como el reloj pintado, y jamás abandonarlos?
―¿Richard Harrison? ―una voz aguardentosa me interpeló por teléfono, esa lluviosa y oscura mañana. Parecía ser alguien de autoridad.
―Sí, él habla.
―Soy el sargento Frank Moro, de la policía de Arkansas. Lamento comunicarle que su esposa e hija murieron en un accidente automovilístico...
No quise saber más y corté la comunicación para desplomarme inmediatamente en el piso. Fue muy duro para mí. Aún hoy esas palabras me hieren y lastiman. Casi no puedo respirar cuando las recuerdo y eso que han pasado varios años. Años de soledad, dolor, recuerdos y tristeza. No soporto más. Mis manos están arrugadas, mi rostro otrora vivaz y feliz, es hoy solo un despojo. Llegar a los ochenta años en soledad, no es un privilegio sino un castigo. Busco la muerte y ella no me encuentra.
El lecho de mi cama es mi habitáculo, mi vida, mi destino. Ese reloj pintado en la pared, es lo que me recuerda el pasado y el deseo de volver a la felicidad que tuve, que no es posible.
Mi viejo revolver del ejército está a mi lado, como todas las noches. Lo guardo debajo de mi almohada. Está cargado y listo para disparar. Tal vez sea una salida. Tal vez pueda igualarme al reloj, petrificarme en un instante de muerte y liberación. Es tan fácil jalar del gatillo, tan sencillo que insulta el coraje. Un simple girar del dedo índice y todo termina. Todo sería paz. ¡Es sumamente tentador! Lucho todos los amaneceres por no sucumbir a ese desenlace. En verdad que lucho.
―¿Cómo está señor Harrison? ¿Durmió bien?
Es la suave y melodiosa voz de todas las mañanas. Mi vecina que tiene la llave del apartamento. Me prepara el desayuno y me comenta las novedades del día, que leyó o escuchó, en el diario o la radio. Es el aire renovador que llega todos los días. Es joven, podría ser mi nieta. Es inteligente, hermosa y sobre todo, con un gran corazón solidario. Es una gran chica.
Ella impide que me suicide, que termine con esta agonía. Me da esperanzas, me hace sentir que todavía le importo a alguien. Tal vez somos ingenuos. Ella, por tener tan banal fe en el destino, sin saber que llegará un día en que será vieja y las fuerzas vitales la abandonaran, y yo, por saberlo y no hacer nada al respecto.
Extrañamente, hoy siento que todo ha cambiado. Al verla, todos los días, con tanto entusiasmo por vivir, tantas ganas de ver el futuro, que algo de eso me ha tocado el corazón. Tal vez esté equivocado y vea las cosas por un prisma muy desteñido.
Ese reloj pintado en la pared, ha cobrado un nuevo significado para mí: el de recordarme que el tiempo puede petrificarse, inmovilizarse en un instante de felicidad que se quiere preservar, pero que de ninguna manera está vivo. La vida es cambio, pura dinámica; es perecer, olvidar, recordar, experimentar, sufrir, amar, odiar. Es todo eso al mismo tiempo y eso le da valor como tal.
Debo vivir el presente y solo recordar el pasado como algo bueno o malo, pero que está allí, latente en mi alma, pero no en mi existencia. Hoy es otro día, otro amanecer. Veré que acontece.