El pequeño y antiguo pueblo de Castle Combe (sur de Inglaterra) con casas de piedra y techos de teja a dos aguas muy empinados, una iglesia medieval llamada San Andrés y la pintoresca plaza central, era el lugar perfecto para retomar mi novela, estancada hacía varios meses. Su quietud y el ambiente rústico, serían las musas que necesitaba. No quise hospedarme en The Manor House Hotel y decidí rentar una casa que estaba a muy buen precio. Las ventanas daban a un puente sobre un arroyo rodeado por frondosa arboleda. Todo el paisaje era inspirador.
Llegué de noche, el pueblo estaba en silencio y apenas iluminado. Dejé mi automóvil detrás de la casa, bajé las maletas y mi inseparable máquina de escribir Remington. El dueño había previsto mi llegada y dejó la mesa servida con un plato de carne roja asada y guarnición de vegetales, junto a una botella de vino Chateau Mont-Redon. No toqué la comida, el cansancio me abatió y solo subí las escaleras para desmayarme en la cama. Al otro día, me levanté temprano, con la idea de recorrer un poco el pueblo. Cuando abrí la puerta, había una rosa blanca. “¿Qué extraño?. ¿Será un admirador?”, me pregunté. Luego reaccioné, no era una escritora tan famosa para ello y además, tampoco era tan bonita para despertar esa pasión instantánea. Continué con lo planeado. De regreso, al atardecer, intenté escribir pero no pude. El evento de la rosa no dejaba mi mente:
― Quién sería ― susurré en voz alta mientras cenaba sola.
La mañana siguiente se había presentado muy luminosa. No pude más y me dirigí a la puerta y nuevamente una rosa blanca. Observé alrededor y nadie. Si era una broma me estaba inquietando.
Esa misma noche me quedé despierta para oír algún ruido, algo que diera una pista de lo que estaba sucediendo. Nada, pero la rosa seguía apareciendo a la mañana.
¡Debía hacer algo!. Estaba allí para escribir mi novela y solo pasaba los días con una tonta obsesión. Tomé una decisión: hurgar en el ático. Si había un secreto, debía estar allí. El lugar era lúgubre, y me lamenté no haberlo hecho de día, pero mi ansiedad no podía esperar. El olor era fuerte, mezcla de roble viejo y humedad. Había un baúl en un rincón. Lo abrí de inmediato y encontré ropas de mujer, tal vez de mediados del siglo XIX. Estaban en muy mal estado. Seguí escudriñando y encontré una carta con el sello roto. El papel era amarillento y muy grueso. La tinta estaba corrida pero se podía leer su contenido:
“Catherine, esposa mía, cuán profundamente te amo no podría expresártelo con palabras, ni aunque todos los miembros de mi cuerpo pudieran hablar. El último día que nos vimos es el principio de todos los días para mí, es la única razón que me impulsa a vivir. Recuerdo que cuando nos conocimos te llevaba todos los días una rosa blanca, símbolo de mi amor incondicional. Cuando regrese te llevaré una. La guerra se ha prolongado más de lo previsto y la desolación me rodea, solo en imaginar el encuentro contigo hace que todo esto sea soportable. Espero que sea muy pronto. Con todo mi amor, William.”
Luego había otra carta, más formal y fría:
“Lamentamos comunicarle el fallecimiento en combate de su esposo, el coronel William…”
El rompecabezas comenzaba a armarse y tener sentido. Esperé a la mañana siguiente, tomé la rosa blanca que estaba en mi puerta y me dirigí al cementerio del pueblo. Pregunté al encargado y él me condujo a la tumba de Catherine, la antigua dueña de la casa. El hombre me contó que luego de la muerte de su esposo, ella quedó devastada. Pasaba los días en la ventana observando el puente principal, tratando de ver, tal vez, el regreso de su amado William. Murió a una avanzada edad y sola. Conmovida por la historia, me incliné y deposité la rosa sobre su lápida.
Al otro día, no había más rosas en mi puerta. Supe en mi corazón que Catherine descansaría en paz. Los amantes se habían encontrado. Nunca pude terminar esa novela pero esta historia perdura para siempre en mi alma.