Y ahora nos encontramos de nuevo, en la misma taberna que antes, sentados frente a la botella de trago, mirándonos a los ojos, cada uno esperando a que el otro comience a hablar. Un raro aire se respira en el ambiente. El humo de los cigarrillos se acumula alrededor de la lámpara, la cual — por cierto — no alumbra demasiado. Mejor. No quisiera que alguien viera la cara de muerto viviente que tengo en este momento. Estoy pálido como un cadáver. Te miro y no entiendo como llegamos de nuevo aquí. Es increíble que esta situación se repitiera. Todo estaba previsto, todo menos esto. Y ahora te veo y no sé que decir. Ninguna idea logra formarse en ese hervidero que tengo por cabeza. Entonces te paras, las manos en los bolsillos, y comienzas a hablar. Al principio no logro entender lo que dices, el terror no me deja entender el significado de las frases que salen de tu boca como serpientes venenosas. Me miras y afortunadamente entiendes el estado en el que me encuentro y me das un momento de respiro. Me sirvo un trago doble de vodka y me lo tomo de un golpe. Trato de encender otro cigarrillo con manos temblorosas, intento con un fósforo, pero se apaga. Una luz me ilumina la cara y veo que me ofreces tu encendedor. Aspiro profundamente el humo y cierro los ojos. Entonces comienzas a hablar de nuevo. Tus palabras abren puertas herrumbradas en mi cabeza, poco a poco comienzo a entender lo que dices. Y los recuerdos, que eran sólo vagas formas terroríficas que no me permitían dormir bien, toman dimensiones desproporcionadas y afluyen en tal cantidad que terminan por aterrorizarme e infundirme más miedo. Paras de hablar, me miras con firmeza en los ojos y me dices la frase que no quería escuchar en toda mi vida: