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Ir a: Javier ("Seguiré viviendo" 68a. entrega)

Carolina pensaba que alguna motivación personal había llevaba a José a fustigar a los puritanos con tanta vehemencia, y ese día por fin le hizo saber su conjetura. En tono jocoso declaró José que tanto los había aborrecido que de pronto le tocaría encontrárselos en el infierno, aunque reconoció que en el fondo los creía gente de bien.

Y era que los había tildado de fariseos, aguafiestas de la felicidad, aves de mal agüero y abyectos vestigios de la Inquisición. Y había dejado escrito que predicaban dirigiendo la ametralladora apocalíptica contra sus semejantes. Todo porque para él la vida privada era un dominio imperturbable y sus amonestaciones una intrusión inaceptable. Sin ánimo de confesarle tan fácilmente su ya extinta proclividad a la lujuria, abordó un discurso que se fue por los vericuetos del discernimiento y del instinto.

–La inteligencia y la capacidad de discernir encumbraron al hombre, lo convirtieron en el amo de la creación, pero atiborraron de reflexiones y dudas sus determinaciones. El instinto rige al mundo animal. Por hambre unos animales matan a otros, es su forma de sobrevivir. No tienen conciencia de su acción; ni el bien ni el mal pesan en ellos a la hora de embestir su presa. ¿Pero qué pasaría si entendieran que su hambre se sacia con el exterminio de su semejante? Unos buscarían seguramente otra fuente de sustento, algunos morían de hambre. Ese animal lleno de dilemas es el hombre, que tiene a diferencia de los otros que confrontar el propio interés con el ajeno; que tiene con frecuencia que limitar su bien en provecho del bien de sus congéneres; que no puede causar daño impunemente. Los hombres que actúan mal, para mí, Carolina, se comportan como animales. Sencillamente son salvajes.

–Pero eso no contesta mi pregunta –replicó ella–, más bien defiende la óptica de los puritanos y de todos los que como ellos piensan.

–Esta introducción es a propósito. Quería hacerte ver que no soy tan instintivo. Que acepto un límite a las conductas que provienen de un impulso natural. Pero prefiero que ese límite surja de la propia voluntad y no de la imposición externa. El instinto nace ajeno a la razón y a la voluntad, como una manifestación que tiende a la conservación del individuo y de la especie, pero ellas siempre procuran someterlo. Le establece límites la higiene, lo cohíbe la moral, la religión lo enfrenta, aparecen los preceptos médicos para una vida sana, aparece el estoicismo, aparecen los pecados. ¡Haga! ¡No haga! ¡Pare! ¡Siga! ¡Cohíbase! ¡Deténgase!. Me pregunto, ¿hasta dónde debe reprimirse? ¿Será que vive mejor el animal siguiendo sus instintos, que el hombre conteniéndolos?  ¡Cuánto va del simple consejo saludable a la prohibición rotunda! ¡De la recomendación del científico a la condena del religioso moralista!  Mi contrariedad no surge de las insinuaciones sosegadas, sino de las admoniciones desmedidas. Y con esto ya te puedes ir dando cuenta de que me estoy aproximando a la respuesta.

El daño ajeno establecía en el ideario de José los límites al comportamiento, y mezclar lo moral con lo fisiológico lo podía llevar a agitadas discusiones, que surgían, por ejemplo, cuando las funciones digestiva y sexual quedaban en el ojo de los principios religiosos.

–¿Cómo osan coartar la expresión del instinto volviéndolo pecado? –le dijo a Carolina comenzando a abordar el tema del puritanismo–. No debe confundirse lo orgánico con lo moral. Lo moral demanda discernimiento y voluntad, lo orgánico carece de estos elementos. El apetito, escaso o exagerado, no es ni ético ni inmoral, ¿de donde el pecado de la gula?

–Podría ser asaltando la despensa del vecino –apuntó Carolina poniéndole humor al comentario–. ¿Y qué pecado habría de ser en un mundo atestado de gorditos?

Ese era el abreboca que José esperaba para pasar del tema de la gula al de la libertad sexual, pues les encontraba muchas coincidencias. Y comulgaba con Savater quien proclamaba que la higiene, más que la moral, era la que tenía que ver con los asuntos de la sexualidad. Ya estaba a punto de confesarle a Carolina que su defensa de la sensualidad, aunque era un convencimiento profundamente razonado, también había sido un interés personal deliberado para justificar su propensión a los placeres. Pero llegó Javier sin esperarlo. Y aunque la visita fue corta, apenas suficiente para verificar el estado de su amigo, frenó de tajo las confesiones de José, incapaz por completo, de dejarlas conocer al sacerdote. De que Javier creyera que así pensaba, a que confirmara que así obraba, había una enorme diferencia. Era la misma mortificación que sentía cada vez que Javier se esforzaba en confesarlo. Entendía que Dios ya debía conocerle todos sus pecados, y en este mundo allegados como Joaquín y Piedad no los desconocían; pero por un motivo que ni él mismo entendía, se negaba a que los conociera el cura. ¿Vergüenza?, tal vez. Aunque era tajante en que si sus conductas lo avergonzaran jamás las hubiera consumado. Además argüía que eran los puntos de vista del sacerdote los que convertían en vergonzosos comportamientos que nada tenían que deshonrosos. De pronto tenía temor de herirlo, pero ya lo había hecho suficientes veces:

«Javier, y tú lo sabes porque cualquier sacerdote que no peque de tonto se da cuenta: las personas que asisten a tus misas están lejos del dogma, transgreden las normas canónicas con la certeza de que son cosas de curas, por eso se sienten más cerca de Dios que de la Iglesia. [...] No me digas que ignoras cuántos dispositivos intrauterinos entran a tu parroquia; y a cuantos infieles, adúlteros y concubinas les das la comunión». 

Eso debía haberlo herido más que la confesión de sus debilidades. Lo más probable era que su cohibición fuera por el temor de defraudarlo. Javier se marchó y la charla se reanudó, pero sin retomar la idea que se quedó inconclusa.

«Mejor –pensó José–. ¿Qué otro interés que la curiosidad pudo motivar a Carolina a conocer mis asuntos personales?».

Y se puso más bien a pontificar del enamoramiento como si fuera otra entrada para por fin satisfacer sus inquietudes.

–El enamoramiento es instintivo, y torpe nuestra manera de entenderlo. Nace de la atracción, pero se le encumbra atribuyéndole una espiritualidad que no posee. Ha de ser por la inclinación que tenemos los humanos a no admitir los hechos como son. Siempre los deformamos. Prueba de ello es que el enamorado no admite que su sentimiento es instintivo, lo justifica en las virtudes que la mayoría de las veces no tiene el ser amado.

–Comparto esa opinión. Creo que no es cierto que por sus virtudes nos enamoremos de alguien, todo lo contrario, es porque nos enamoramos que se las encontramos aunque no las tenga –sostuvo Carolina.

–El sexo y el amor, mejor digo enamoramiento, dado que los considero emociones diferentes, son demasiados simples; mucho más que lo que quisieran quienes los meten en honduras espirituales y morales que no tienen. Es por negarse a aceptar la realidad del enamoramiento que las parejas se frustran con lo que su relación escasamente les depara.

–¿Y el placer? –preguntó Carolina–. ¿No vas a retomar el tema del placer?

–El placer... El placer –dijo evadiendo la repuesta– siempre cuesta. Por disfrutar siempre se paga. Lo sabio es calcular con precisión cuánto nos cuesta y cuánto estamos dispuestos a pagar por él, porque a veces una simple dicha se puede pagar toda la vida.

De pronto el rostro de José se fue descomponiendo; cortó intempestivamente la conversación y se cubrió la boca con su mano intentando prevenir  la regurgitación que se anunciaba. Pero asediado también por el dolor cedió al eructo que explotó como un proyectil, lanzando el contenido del estómago. Entonces en arcadas incontenibles se desplomó sobre la almohada mientras Carolina angustiada salió de la habitación buscando ayuda. José, una vez más, no sabía que era más, si su dolor o su vergüenza. Con Carolina llegó la jefe y la auxiliar de enfermería. Hicieron el trabajo de rutina: cambiaron la cama, le pusieron una pijama nueva y le adelantaron las dosis de los medicamentos. Carolina entendió que el enfermo debía recuperarse y se marchó.

José reponiéndose del dolor se quedó nuevamente con la contrariedad del espectáculo.

Ir a: Sarcasmo con el arte ("Seguiré viviendo" 70a. entrega)

Luis María Murillo Sarmiento

Seguiré Viviendo“Seguiré viviendo”, es una novela de trescientas cuartillas sobre la muerte. Un moribundo  enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión se ha venido publicando por entregas.

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)
http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

 

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