Dedico con todo cariño esta obra a mi hijo porque en tiempos difíciles me enseñó con su ejemplo que los problemas se encaran con coraje y valentía, y que me inspiró a escribir esta historia cuando a su corta edad me aconsejó con la sabiduría de la inocencia:
"Nunca pierdas la fe"...
El abuelo
Llegaron hacia el medio día. El calor era agobiante. Carlitos sentía el sudor resbalándole por la nuca, estaba incómodo y molesto, además, le dolía la cabeza. Mientras abordaban el taxi que los llevaría hasta su destino final, nuevamente, como sucedía a cada instante desde que partieron a España, el abuelo volvía a llenar sus pensamientos.
Lo recordaba junto a Bruno caminando alrededor del estanque mientras alimentaba a los patos y peces que en él vivían. ¡Ah...La casa del abuelo! Parecía arrancada de una postal: Llena de flores que la abuela misma había sembrado en vida con esmero, salpicando cada rincón de margaritas, alcatraces, rosales de todos colores, girasoles, malvas... ¡Y vaya que si la abuela sabía de flores! Sus prados y jardineras eran como un marco multicolor que adornaban los sembradíos de la hacienda, alegraban los gallineros -repletos de madres plumíferas cacareando sin fin con sus polluelos detrás reclamando atención-, daban vida a las caballerizas, y acompañaban al viejo roble que miraba todo impasible e imponente mientras las ardillas subían y bajaban correteando por su ancestral tronco.
En cambio, España era tan diferente. Ni Carlitos ni Alma: su madre estuvieron de acuerdo en marcharse dejando al Abuelo y a Micaela solos, pero ahí estaba ahora el trabajo de Miguel, padre de Carlitos, nada pudieron hacer. Tuvieron que seguirlo aunque jamás se sintieron a gusto del todo. España no dejó de ser un país extraño y ellos extranjeros en esa tierra.
Extrañaban la hacienda con su calma, el caldo de res de Micaela, sus pasteles de chocolate, la cálida chimenea en invierno y las historias del abuelo, su barba que picaba al besar, los dulces escondidos en el armario, los paseos a caballo, la tumba de la abuela ... su hogar estaba ahí. Esta era su patria, nunca podrían echar raíces en ninguna otra tierra.
Cuando Alma y Miguel se conocieron, ella administraba la hacienda del abuelo, él atendía las relaciones públicas de una empresa española, fabricante de toda clase de papel y cartón que llegó para instalarse a las afueras del pueblo.
Su vida siempre fue apacible y confortable. Ocupaban una cabaña dentro del mismo terreno de la hacienda, pequeña, pero muy agradable. Ahí nació y creció Carlitos. Amaba su casa de ladrillos con ventanales de madera y balcones. Las cortinas y manteles hechos por su madre, quien siempre elegía telas alegres con motivos floreados en colores vivos y encajes gruesos en tonos viejos. No había un rincón en la casa donde no figurara un jarrón repleto de flores recién cortadas.
Tan pronto Carlitos aprendió a caminar, desde el amanecer hasta que anochecía correteaba por todos los rincones, alimentando a los animales y visitando la casa de los abuelos con olor a galletas recién horneadas, retornando a su cabaña llena de luz y calidez a disfrutar el cariño de sus padres.
Su abuelo fue por mucho tiempo el mejor y más divertido amigo. Eran cómplices en las travesuras diarias, compañeros de juegos y confidentes. Le cantaba las canciones de su juventud y le narraba sus grandes aventuras vividas.
Esa parte de su infancia Carlitos la recordaba como un pasaje fantástico e irreal en donde su viejo compañero lo hacía soñar contándole increíbles historias mientras recortaban estrellas de papel soñando con furiosos dragones, místicos unicornios, combates entre piratas, duelos de vaqueros, carreras en naves espaciales... Ahora que pensaba en todos esos cuentos que según el abuelo había protagonizado y relataba de una manera tan amena, sentía más cariño por él.
Pasado un tiempo, la abuela enfermó, su viejito jamás volvió a ser el mismo. Vivía preocupado, con el ceño fruncido, pendiente de las medicinas, las consultas y la alimentación que debía llevar. La enfermedad fue larga, finalmente, los abandonó. Al morir, les dejaba a todos un sentimiento de orfandad tremendo. Nunca la hacienda, el abuelo, su madre, ni él, volvieron a ser los mismos.
Carlitos jamás escuchó más las historias del abuelo que tanto le gustaban. Desde que perdió a la abuela pasaba el día sentado en su vieja mecedora con Bruno al lado, tal vez, en espera de que su esposa recordara que lo había olvidado en esta vida y volviera repentinamente del más allá por él.
Más tarde, sucedió lo de la empresa en la que trabajaba su papá, que, al no tener en este país el éxito esperado, los obligó a considerar la posibilidad de mudarse a España junto con la Corporación.
Tanto Alma como Carlitos suplicaron, propusieron alternativas, lloraron ... pero fue inútil, el niño, a partir de entonces, vivió con la sensación de que con ellos se llevaban otra parte de la vida del abuelo que se quedaba compartiendo su soledad y tristeza con Bruno y Micaela.
Cuando bajaron del taxi, la mascota apenas si los miró, siguió acostado junto a la gran puerta de madera, impasible ante su llegada. El ruido de la puerta de atrás los hizo voltear. Era Micaela, con esa figura regordeta que la caracterizaba, caminando apresuradamente mientras se secaba las manos en el delantal. Feliz de verlos ahí pero con la tristeza reflejada en los ojos.
Había trabajado para los abuelos prácticamente toda su vida, nunca quiso separarse de ellos, ni los abuelos pudieron prescindir de su persona.
Alma corrió a su encuentro, se abrazaron con desesperación. Micaela la dejó llorar en su hombro, mientras le decía en voz queda, quién sabe qué cosas. Cuando por fin se separaron, abrió los brazos en dirección al él invitándolo a refugiarse en ellos. ¡Hacía tanto tiempo que no sentía el calor de ese regazo abultado y enorme, de esas carnes cálidas, abundantes, que desde bebé lo arroparon dándole seguridad y paz!.
No percibió la falta que le había hecho Micaela sino hasta ese justo momento en que la tuvo rodeándolo con sus encarnados brazos de santa. Igual que Alma, Carlitos dejó escapar el llanto contenido, mientras la mujer le acariciaba el cabello y repetía:
-Desahógate, mi amor. Desahógate.
En casa, todo parecía estar igual. Sin embargo, faltaba aquel que le daba vida a todo el entorno. Era hora de enfrentar la realidad: El abuelo había muerto. Ahora tenían que decidir lo que harían con la hacienda y con sus vidas sin él. Miguel se había quedado en España en espera de noticias para tomar un decisión concreta. Carlitos rogaba al cielo que volvieran a su antigua vida, a su tierra.
Continuará…
Elena Ortiz Muñiz
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