-Sí, soñé con el “Libro de la Vida”. Debo partir en su búsqueda, así se me ha ordenado. También se me ha dicho que por el camino debo difundir el Mensaje del Nazareno, de la manera correcta. Tú me acompañarás, eres el guerrero enviado para proteger nuestra misión.
Así, fue como Julián y este servidor, en el año 1194 iniciamos un periplo por buena parte del mundo conocido de aquellos días.
***
Nos embarcamos hacia Salerno, ciudad del Reino de Sicilia. Llevábamos poco equipaje. “Hay que viajar lo más ligero posible, sólo con lo necesario y que quepa en un saco. Las manos deben estar siempre libres. Es igual que en la vida, hay que andar libre y ligero de equipaje, sin apegarse a nada ni a nadie para no llevar a cuestas cargas que sobran. Mientras menos cosas poseas más fácil será movilizarte, más libre serás.” Dijo Julián cuando me observaba alistar mi saco.
De modo que sólo llevaba dos mudas de ropa, una puesta y otra para el cambio, una manta, un abrigo de piel, el calzado, mi espada, un arco, flechas y mi jabalina. Parecía más bien un cazador, pues ya no debía vestirme con la cota de mallas ni el vestido de cruzado, tampoco como monje porque no lo era.
Julián, sólo llevaba su hábito marrón puesto y otro en su saco, una manta y un abrigo. Además vi que guardó unas pequeñas bolsas de cuero cuyo contenido ignoraba.
Me recomendó fijar mi espada en la vaina cruzada contra mi espalda, de modo que la pudiera empuñar con sólo levantar mi mano derecha sobre el mismo hombro, y no a la manera normanda, en la cintura a mi izquierda. Argumentando que así recordaría que era únicamente para utilizarla en caso de defensa propia o del prójimo y no para agredir o amedrentar.
La comunidad cristiana de Salerno nos acogió con generosidad, festejo incluido. No había duda que éste era un monje conocido y respetado allí. Nos alojamos en la casa de un próspero comerciante, quien nos atendió como a príncipes.
Había planeado Julián que allí pernoctáramos por tres días, pero permanecimos quince. La gente acudía en masa a la casa. Unos a pedir consejo, otros a solicitar su mediación en disputas, otros a solicitar la sanación o cura para alguna enfermedad, hasta presencié cómo expulsó demonios de algunos. Descubrí la razón de su fama: mi amigo era uno de esos monjes que realizaban milagros.
Cuando le pregunté cómo lograba aquello, apenas respondió:
-No soy yo, son ellos mismos quienes se sanan. Yo nada más soy el medio, pero es su fe la fuerza que logra lo que anhelan. Si tú quieres derribar un árbol y no tienes confianza en tu hacha no podrás hacerlo, pero si no dudas de su dureza ni de su filo pronto lo derribarás. Yo soy para ellos esa hacha.
En tres ocasiones distintas tratamos de partir, pero algún inconveniente se presentaba: que una tormenta, que estalló una guerra en la frontera, que una niña agonizaba y pedían la ayuda de Julián. Mas el monje nunca se disgustaba. Incluso la tercera vez que se frustró la partida refunfuñé y él me amonestó:
-No te impacientes amigo mío. ¿Qué te dije sobre colaborarle a la vida? ¿No ves que son señales, impedimentos para nuestro bien? La vida nos protege. Simplemente no nos facilita la salida porque no nos conviene.
“Si la forzamos, saliendo bajo la tormenta sería posible que nos extraviáramos o cayéramos enfermos. O si nos obstinamos o partimos a pesar de la guerra en la frontera, podríamos salir heridos o ser hechos prisioneros. Aprende a entender las señales que la vida te da.”
El padre de la niña, a la que Julián prácticamente revivió, en agradecimiento nos obsequió dos robustos caballos con sus arreos y monturas para proseguir nuestro viaje.
-Le colaboramos a la vida obedeciéndola y al hacerlo nos compensó –exclamé-. O también pienso, que la vida quería facilitarnos el viaje y, al enfermar la niña y retrasar nuestra partida por tercera vez, nos daría las cabalgaduras que necesitábamos.
-Muy bien, Normando. Estás comprendiendo. La vida es simple, somos nosotros quienes nos la complicamos. Sólo hay que estar atento a las señales... y seguirlas, claro está.
-Si nos hubiéramos opuesto a ella y a pesar de todo partimos –continué-, todavía andaríamos a pie, con fatiga y lentitud, y quién sabe en qué líos. El tiempo que aparentemente perdimos lo recuperamos con la velocidad que nos aportarán los caballos.
Julián me palmeó la espalda dando a entender que estaba de acuerdo.
La víspera de la partida definitiva, el monje fue invitado a una iglesia, y ante una gran cantidad de feligreses habló sobre las enseñanzas de Jesús de Nazaret.
Él hacía énfasis en que no eran las obras ni milagros o la vida del Maestro lo importante, sino sus enseñanzas. Los milagros sólo eran el aval ante los incrédulos de que lo dicho por Él tenía procedencia Divina.