Julián no lograba curarlo. "Nadie es profeta en su casa". El viejo caballero adolecía de fe, quizás por sus orígenes "eclesiásticos". Así que sus esperanzas de salvación se centraron en la medicina francesa ortodoxa y en las infusiones que le daba a beber el monje; que preparaba con las hierbas y polvos de sus misteriosas bolsitas de cuero, las que todavía no me explico cómo logró evitar que le decomisaran nuestros carceleros en Viena.
Por fin, al cabo de dos meses, empezó a mejorar.
Habíamos perdido todo: las espadas (la samurai del monje y la mía, una preciosidad que me había obsequiado el rey Ricardo), el poco dinero que nos quedaba, ropajes, caballos; hasta mi jabalina y mi arco. Nada más contábamos con la vestimenta que llevábamos, la Espada Esmeralda, las dos espadas de los descuidados centinelas y el Libro de la Vida.
Sobrevivimos durante la huida gracias a la generosidad de los campiranos, monjes y curas, y de lo que cazaba el halcón gris. Un excelente cazador. Virtud que mi estómago llegó a tener en alta estima.
-De igual forma -continuó hablando Julián-, debemos desprendernos de nuestras posesiones, de los bienes materiales, de ese querer atesorar...
-Sí, ya entiendo -interrumpí-. A ese desprendimiento se refería Jesús de Nazaret cuando dijo: "Si quieren alcanzar el Reino de los Cielos, den todo lo que posean a los pobres y síganme". No era literal, se refería a no afanarse por atesorar, a vivir ligero como Él, sin apego a lo material. Así se halla la plenitud en la vida, ¿cierto?
Julián de Malturgia afirmó con su cabeza, esbozó una amplia sonrisa, y tomando un sorbo de su copa de vino me dijo:
-Tal vez ya no necesites saber el contenido del Libro de la Vida.
-¡Oh, vamos! ¡No me vengas con eso! Después de tantas aventuras, de casi dos años de buscarlo, de recorrer medio continente, de aguantar frío, penalidades, hambre, de estar encarcelado, de ser herido, de huir, de perder un buen amigo y el mejor caballo que haya montado; ¿y que no voy a conocer el contenido de ese bendito pergamino? ¿Bromeas acaso?
El monje lo extrajo de entre su túnica y observándolo exclamó:
-Así es la vida, mi querido Normando.
-Ya debes haber leído algo, anda, cuéntame -rogué.
-Está escrito en arameo, lengua muy antigua como tú sabes. Una lengua muerta que no conozco bien. Así que no he podido avanzar cuanto quisiera en su lectura.
-¿Y entonces?
-Necesito ayuda para traducirlo. Puede ser de otros textos antiguos o... O cierto viejo amigo lingüista.
-¿Qué estás insinuando?
Mi miró fijamente, pensando muy bien las palabras que iba a decirme:
-Creo que lo mejor será que una vez nuestro amigo se recupere, nos embarcaremos, tú te encargarás de llevarlo a Roma y entregarlo a su tío junto con la Espada Esmeralda, cumpliendo así nuestra misión. Mientras yo, en uno de los puertos de escala, tomaré otro barco rumbo a Malta.
-¿Y en Malta nos encontraremos? -vacilé. Un extraño mal presentimiento me invadió, pero opté por no discrepar.
Pareció que no me escuchó esta última pregunta. Con otro trago de vino tinto se sumergió en sus pensamientos, dando por terminada aquella conversación.
Una semana después, cuando el viejo caballero se sintió fuerte, reemprendimos el viaje, hasta un pequeño puerto francés en el Mediterráneo. Allí tomamos un barco que haría escala en Cagliari, donde Julián tomaría otro rumbo a Malta, y nosotros dos continuaríamos hacia Nápoles y luego a Roma.
Gracias al linaje del caballero rescatado, durante su enfermedad pudimos pernoctar en la casa arzobispal de Bourges, con buen alimento, buen vino y caliente cobija. También allí nos dieron las monedas suficientes para cubrir los gastos del viaje hasta Roma.
Pero una cosa era lo que planeábamos y otra muy distinta lo que el Destino nos deparaba.
***
Llega el momento en que nos preguntamos ¿para qué es la vida?, ¿cuál es la esencia de la vida? Tal vez ese momento se asoma cuando la vida toma giros insospechados, cuando nos lleva por caminos jamás imaginados, o debido a sucesos que nunca pensamos nos habrían de ocurrir.