-Son demasiados, necesitarás ayuda –repuso.
Para mi sorpresa, de su espalda desenvainó una rara espada, la que yo en algún momento pensé se trataba de un bastón tallado, y que blandía con la velocidad de un rayo y la destreza de un entrenado caballero.
La lucha, pese a que en número les era ventajosa, no era fácil para ellos seis, pues descubrimos que montábamos briosos corceles entrenados para la batalla.
Quedaban todavía cuatro granujas en pie. Ciertamente recibimos dolorosos golpes y una que otra cortada en las piernas. El hombre que aporreaban yacía muerto o inconsciente.
De entre los matorrales salieron más bandidos armados en ayuda de sus cómplices. Al verlos Julián exclamó:
-¡Necesitamos ayuda y pronto!
-¿De dónde? –Cuestioné.
-¡Ya verás!
No había terminado de responderme cuando el halcón gris, emitiendo un espeluznante chillido, se lanzó con sus garras contra los ojos de un atacante que gritó de dolor. El ave rapaz, se abalanzó contra un segundo par de ojos con igual eficacia.
No sé cuando ni de dónde salió, pero vi las centelleadas de la mandíbula de un inmenso lobo sobre otro par de agresores que trataban de sorprenderme por la espalda. Las espadas, más las garras, más los colmillos, fueron suficiente para disuadir a los bandidos, a los pocos que aún permanecían de pie, de que debían huir.
Rápidamente montamos el cuerpo del hombre apaleado sobre el caballo de Julián y nos retiramos a todo galope. No queríamos arriesgarnos a que los bandidos regresaran con apoyo.
Después de un largo rato de galopar por entre la campiña decidimos descansar en un claro. El lobo y el halcón nos habían seguido, los que con un gesto de mi barbilla mostré al monje.
-Tranquilo –me dijo. Son amigos, no nos harán daño.
El pobre hombre apaleado todavía estaba vivo. Recobró el conocimiento. Julián extrajo cierta pócima que dio al hombre que luego pasó con agua. De inmediato cayó en un sueño profundo.
No sabía yo qué preguntar primero, si sobre lo que le había suministrado al hombre o sobre el misterioso lobo y el halcón. Me decidí por los animales.
Julián sólo dijo que pidió auxilio a las criaturas del bosque y estas dos fueron las que acudieron. De hecho, explicó, el halcón fue quien nos avisó del ataque porque quería ayudar a ése hombre.
-¿Acaso el halcón es su mascota o algo así? –Pregunté.
-No. Es un ave libre, pero es sabia y justa. El hombre pedía auxilio y ella quería brindarle su ayuda, buscó con desespero hasta que nos vio aproximarnos y...
-¿Oye, cómo sabes todo eso? –Interrumpí incrédulo.
-El halcón me lo dijo –me respondió como si fuera lo más natural del mundo.
Dudé, pero me arriesgué a pasar por tonto:
-¿Tratas de decirme que hablas con los animales?
-No exactamente. Más bien los entiendo. Tú también podrías comunicarte con ellos, pero no con palabras ni con tu mente, sino con tu corazón.
Miré al lobo, que se había echado a mi lado, demasiado cerca para mi tranquilidad.
-Observa. Se nota que le caíste bien –rió un poco. Continuó-: Míralo fijamente a los ojos, trata de comunicarte con él, que tu corazón escuche al suyo.
Vacilé.
-¡Anda, vamos! –me incitó.
Miré al salvaje cuadrúpedo con resquemor, aunque amaba a los perros, éste no era precisamente un perro. El lobo levantó la cabeza y también me miró a los ojos. Tragué saliva.
-Vamos, no tengas miedo –dijo de nuevo el monje como si se divirtiera con la escena.
Por unos instantes creí sentir algo. El lobo acercándose lentamente me lamió la cara.
-¡Gasp!... –exclamé escupiendo.
Julián rió tan desaforadamente que terminó por contagiarme la risa.
-Tendrás que practicar más –agregó con jocosidad.