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***

El salón era grande mas no tan pomposo como lo había imaginado. Nos sentamos los tres en silencio. Julián en el centro, el sacerdote a su derecha y yo a su izquierda. Las robustas sillas de madera y cuero, tenían un espaldar muy largo, moverlas no era cosa fácil.

De pronto la gran puerta se abrió y otro sacerdote joven apareció anunciando con voz ceremoniosa a Celestino III, Su Santidad el Papa. La cabeza me dio vueltas, no se si por la tremenda ansiedad que tenía o porque no dejaba de preguntarme ¿qué diablos... (¡perdón!), qué está haciendo un guerrero normando, un cruzado, en el mismísimo recinto papal con un monje y un cura?

El anciano Papa inclinó la cabeza en señal de saludo y extendió su diestra ¡a mi primero!, creí desmayarme, ¿qué se suponía que debía hacer?, pues hice lo que no debía: le extendí la mía y le di un fuerte apretón de manos. Todos me miraron como si hubiera cometido un sacrilegio. "¡Oh, no!", recordé demasiado tarde, que debía haberle besado su bendita sortija.

El buen Papa decidió romper la pesadez de la situación y palmeándome el hombro izquierdo me dijo:

-Me han dicho que eres un valiente cruzado que luchó junto a mi querido Ricardo, y que eres un normando muy hábil con la jabalina.

Me sorprendió el que estuviera tan informado de un hombre sin títulos nobiliarios, ni riquezas, sin fama ni gloria, como yo. Apenas pude balbucear:

-Eh... bueno... no es cierto. O sí lo es, pero no tanto. Sólo fui un soldado más que combatió contra el invasor de las Tierras Santas.

Para mi descanso, Julián acudió a mi rescate:

-Indudablemente es un guerrero que le hace honor a Normandía, no sólo por su habilidad en el manejo de las armas sino también por su aplicación a los estudios. Permítame decirle, Su Santidad, que él ha sido uno de mis discípulos más destacados en el estudio de las lenguas latina y griega.

-Eso noto, por su buen latín -replicó el Papa. Acercándose ahora a Julián, le extendió su mano, quien sí se la besó al igual que el cura-. Siéntense, por favor.

La cortesía y el tono suave de voz correspondía muy bien al personaje que representaba: el supremo administrador del Reino de Dios en la Tierra.

Yo pensaba en si mis padres me lo hubieran creído. Recordé cuando mi hermano no me creyó el día que le comuniqué que el rey Ricardo me eligió en persona como miembro de su Guardia Real.

Después del riguroso intercambio de preguntas triviales sobre la vida de Julián, el monasterio, la isla de Malta y Salerno, el Papa fue al grano:

-Se preguntarán, mi querido Julián y mi valiente Normando, por qué los he llamado -ambos asentimos con nuestras cabezas. Continuó-: Seré breve, les diré que necesito de ustedes un favor -hizo una pausa esperando nuestra reacción. Como ni pestañeamos, prosiguió-: Quiero encomendarles una importante misión. Una misión secreta que puede en algún momento dado, si la aceptan, poner en peligro sus vidas.

Julián, sin tomarse la molestia de consultarme al menos con la mirada, respondió por los dos:

-Si es por una buena causa a los ojos del Dios Padre, como suponemos lo es, entonces la aceptamos.

Moví afirmativamente mi cabeza en señal de acuerdo, mientras no dejaba de preguntarme qué cuernos estaba haciendo allí.

***

Habían transcurrido casi ocho meses desde nuestra salida de Roma, sin acontecimientos que merezcan narrarse.

Como de costumbre, andábamos sin prisa, deteniéndonos hasta por dos semanas en algunas aldeas y ciudades. Debíamos mantener la apariencia de un monje evangelizador y de un loco trotamundos (ése representaba yo). Nadie debía sospechar que estábamos en una misión secreta enviados por uno de los dos hombres más importantes del Sacro Imperio Romano-Germánico.

Aunque más bien creo que a Julián al verlo con ese halcón sobre su hombro debían tomarlo por brujo, y a mí con un lobo salvaje, por loco de atar. No obstante, para ser sincero, desde que el cuadrúpedo me acompañaba dormía más tranquilo, en especial aquellas noches que pasábamos a la intemperie. Supongo que a más de un bandido de caminos mi peludo amigo disuadió de sus malas intenciones.

Durante este tiempo recorrimos Lombardia, Borgoña y Suabia. Ahora nos encontrábamos cruzando el límite entre Franconia y Sajonia. Pero algo me decía que se avecinaban problemas, presentía que en Sajonia las cosas se pondrían grises, como se ponía el cielo en esta época de invierno.

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