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-¡Qué bien nos han servido esas dos taleguitas con monedas de oro y plata que el Papa nos dio para solventar nuestros gastos! Todavía nos queda como para un año más -hice una pausa y miré a mi compañero de viaje al tiempo que limpiaba el afilado cuchillito. Él se limitaba a observarme en silencio-. Bueno, como dices -continué-, no hay que preocuparse por cosas tan terrenales como el dinero. Pero a decir verdad, cuando llegamos a Roma ya nuestra bolsa sólo contenía polillas, lo que no dejaba de angustiarme -ante su mutismo me volví de nuevo hacia él. También descubrí que tenían sus ojos fijos en mí, o mejor, en mi cuchillo, el halcón y el lobo. Proseguí con el monólogo-: Definitivamente ya estoy comprendiendo qué es tener fe, así como estoy aprendiendo a confiar en la vida, a no preocuparme por qué voy a comer o cómo habré de sobrevivir.

"Desde que llamé a la puerta de tu monasterio hasta hoy, casi tres años después, nunca he sabido qué iré a comer al día siguiente o dónde dormiré o con qué me vestiré, mas nada de eso me ha faltado.

"También he de confesarte que estoy comenzando a entender aquello del desapego total a todo, incluso a la vida misma. No poseer, parece ser el secreto para una vida plena, sin preocupaciones. Cuando miro hacia atrás, me avergüenzo de haber sido tan materialista, de haber discutido y hasta peleado por el oro y la plata. Me estaba convirtiendo en un esclavo del dinero, no, más bien de la ambición.

"¡El Dinero! Un señor al que jamás espero volver a servir.

"Y la Vida -continué luego de una breve pausa-, una señora a la que no hay que aferrarse. Si nos desapegamos del todo de ella le perderemos el temor a muchas cosas, incluso a la muerte. Hay que confiar en ella, en que la tendremos justo cuanto nos sea necesaria, ni un día más ni uno menos.

"¿Te imaginas cuando la vieja Parca, la Señora Muerte, venga por nosotros los desapegados a la vida? ¡Qué desilusión se llevará!, pues no disfrutará quitarnos lo que nos es indiferente; hasta puede que nos pase por alto y... ¿y si la muy desgraciada, en castigo, decide dejarnos vivir ciento veinte años? -divagué-.

-¿Por qué ustedes los normandos tienen esa costumbre de afeitarse la barba? -habló por fin Julián, pero me desconcertó con la pregunta.

-¿Qué, acaso no sabes que los normandos, como los antiguos romanos, nos rasuramos para evitar que el enemigo nos sujete por la barba en caso de una lucha cuerpo a cuerpo?

-Ah, nunca se me había ocurrido -se tocó su barba y continuó hablando-: Te creo lo del desapego a la vida, pues pocos en Malta se pasarían un cuchillo por la cara y la garganta tan a menudo como lo haces tú.

-¿Extrañas a tu isla?

No respondió, se quedó pensativo. Así que cambié de tema:

-No has vuelto a investigar sobre el "Libro de la Vida" desde que estuvimos en Roma, ¿acaso ya no es importante?

-Por supuesto que sí lo es, y sí investigo. No está en Roma ni en ninguna de las aldeas que hemos visitado.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque hago mis averiguaciones con discreción. Sólo lo pregunto bajo secreto de confesión a los sacerdotes que me inspiran confianza.

-Que brillante -repuse-. Si un cura no lo sabe, ellos que escuchan las confesiones de su pueblo, entonces nadie allí lo sabe. Pero, ¿y si por su mismo secreto no te lo pueden decir?

-No tienen qué responderme quién se los dijo o dónde está, nada más si han escuchado sobre el Libro. Además, me basta con la forma como reaccionan acerca del tema para saber si estoy cerca o no. Y si lo estuviera encontraría más señales.

-¿O sueños?

-Tal vez. Hay que estar atento.

-Hay que estar atento a todo en la vida -reafirmé-. ¡Auh!, especialmente cuando te afeitas. ¡Ya me corté!

-¿Es la sangre tu esencia?

-¿Qué clase de cuestionamiento es ése? -inquirí.

-¿Recuerdas cuando ante los romanos hablé sobre seguir nuestra esencia, escuchar nuestro corazón, cuando decidiéramos un arte u oficio?

-Sí, claro que lo recuerdo.

-¿Entonces, cuál es tu esencia?

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