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Fue ella quien me dijo;  "han llegado otros",  no le respondí,  las alubias pesaban en la boca como si fuesen de metal, y el estómago animal sin olfato ni gusto,  las esperaba ansioso,  demasiado para mezclarlas con palabras,  ya habría tiempo cuando la parsimonia de la clase impusiese el ritual de la servilleta con su meticuloso aseo.  Ese era el momento oportuno de preguntar o de responder y creo que hasta el de atender a lo que me decía.


Además,  el tener un piso de alquiler en el edificio,  y para colmo en tu propia planta,  es como tener un puerto frente al felpudo,  habían sido tantos ya tan variados,  tan fugaces y ausentes todos cuantos lo habían  habitado:  putas,  policías,  chulos,  camellos de baja ralea y altos vuelos.  Toda una fauna de seres que se instalaban,  salían y entraban y un día se iban sin decir adiós.  Inquietantes,  eso si,  tanto como el aullido de una sirena,  que te atrapa a cualquier lugar,  y te arrastra hacia imaginarios mundos de tragedia y dolor.  Sueños que emergen tímidos cuando comienzas a oírla y que van subiendo de intensidad a medida que esa se acerca,  y que al final se va difuminando en la distancia tal como llegaron. Así ellos,  se les oía llegar lejanos,  se les sentía luego pisar fuerte frente a nuestra existencia,  y un día se les oía irse tal como habían llegado.  En medio,  algunos te pedían sal,  otros cualquier otra cosa.  Los había que ni te miraban,  otros no dejaban de hacerlo.  No era agradable,  para nosotros al menos no,  estábamos acostumbrados a la vieja Escolástica,  enjuta y enlutada,  con su aire de mendigo venido a más.  Ella fue originariamente y hasta su muerte,  dueña y señora del edificio,  y como tal ejerció implacable hasta que murió y sus herederos cumpliendo a regañadientes su voluntad legal,  se los vendieron a los viejos y gastados inquilinos de toda la vida.   Al tiempo que vaciaron el suyo con la saña que se limpia una herida infectada.  No la querían,  nunca lo habían hecho.  Tiraron por no poder hacerlo con su recuerdo,  las oraciones y demás vicios apostólicoromanos con que adornaba la casa.  Las tallas de escayola de los santos,  San Gabriel,  San Sebastián,  san y san todos a la puta calle.  Policromada cacharrería que rodaba por los cubos de basura con estrépito siniestro,  no sé si sería un pecado,  pero si un escarnio. Tampoco se salvaron las apolilladas peanas de las vírgenes de madera que vendieron a precio de saldo a aun anticuario, que como luego pudimos comprobar con ocasión de una ardorosa cruzada iniciada por mi madre para recuperarlas,  aún hoy las tiene a remojo en un mejunje de exóticos y repulsivos insecticidas.  Pálidas vírgenes ciegas flotando en u liquido tan desinfectante como corrosivo,  que les había borrado los ojos y con ellos la expresión del rostro,  jamás podré olvidarlas.  "¿Dónde están las lágrimas de la Santísima Dolorosa,  donde su corazón traspasado de dolor?.  ¿Dónde la expresión materna de la Anunciación? gritaba desesperadamente mi madre,  ante el silencio del impenitente y blasfemo anticuario,  que la miraba lleno todo él de oficio,  entre curioso y asustado.  La respuesta estaba en el fondo de la pileta,  donde éstas flotaban abotargadas y como ya dicho ausentes de toda expresión.


Rompieron en mil pedazos el viejo piano donde ella interpretara con vocación inexacta lo que pretendía música sacra.  Luego lo pintarrajearon y lo amueblaron sin gusto y sin apenas gasto,  para alquilar.


Escolástica era una vieja mujer que se pretendía vacía de manías y que le gustaba llamar a las cosas por su nombre,  y alardear de ellos,  y lo hizo tanto y tanto que todos se lo reconocían,  tal vez porque todos sabían lo insustancial del sustantivo tras el cual nos escondíamos unos y otros.


Fuese como fuese,  formaba parte del paisaje del rellano y era toda una institución en el edificio,  por eso cuando estaba todos deseábamos que se fuera y cuando se fue todos la añorábamos.  Entre ellos,  y con más motivo,  mi madre,  que la veneraba como a una santa porque sabía rezar el rosario en latín.  "Virgo purismo,  ruego por nosotros,  virgo castísimo,  ruega por nosotros",  o sea, el delirio.

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