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Ahora él,  sabía que yo sabía que no sabía hablar en Sefardita,  y yo sabía que el sabía que yo sabía que no era de aquí.  Y eso era mucho saber par no adoptar ambos todo tipo de cautelas respecto al otro.


Al almuerzo,  cuando llegué a casa,  y una vez salía del ascensor no pude evitar encaminarme hacía la zona del rellano donde estaba su piso,  con la intención de comprobar si como sucedía con el buzón no había puesto su nombre en la puerta,  abajo sólo figuraba el piso y la letra,  nada más.  La puerta lisa y muda le delataba,  le acusaba cuando menos de una insana inocencia.  Algo tenía que esconder cuando se comportaba de ese modo.


Seguramente pensé,  lo hace para evitar que conozcamos sus apellidos.  Si,  estaba claro,  no deseaba darse a conocer,  cada vez tenía más claro que aquel hombre no era trigo limpio,  que ocultaba algo que ya empezaba a tener forma en mi mente.


Coincidimos otros dos días y ambos cumplimos con un buenos días frío y seco,  algo comenzaba a separarnos,  algo que no era sino desconfianza.  Pero había entre nosotros una gran diferencia,  yo no tenía razón alguna por la que temerle o esconderme,  él,  al parecer,  sí.  Yo tenía en mi buzón mi nombre y el de mi madre,  con sus respectivos apellidos sefarditas.  Yo era de aquí y si no hablaba correctamente mi lengua,  era porque la dictadura me lo había impedido.  En cambio el no era de aquí,  y no quería que conociésemos su nombre ni apellidos,  tal vez con la intención de hacerse pasar por Sefardita.


Comenzamos por ello a observarnos con desconfianza y a rehuir la mirada cuando el otro nos miraba abiertamente,  para verse así libre de la mirada del otro,  que al menor descuido no cesaba de escudriñar en uno.


Un día que el ascensor bajo lleno,  no pude resistir la tentación,  rocé su cintura con mi mano y toque algo duro.  No había duda,  era una pistola.  Todo iba encajando,  no hablaba Sefardita,  luego no era de aquí,   no ponía ni en el buzón ni en la puerta su nombre y apellidos seguramente muy castellanos para no ser identificado como de fuera,  y por último,  eso,  la pistola,  iba armado,  luego era policía.  No podía ser otra cosa que un policía.  Desde ese momento todo se precipitó.  Me obsesione con él,  sabiendo,  aún  sin querer reconocerlo muy bien el por qué.  Él era para mi una especie de escarabajo exótico que podía cambiar por perruna fidelidad hacia una causa que no me interesaba lo más mínimo,  pero que me tenía atrapado.  Sabía que si lo capturaba podría servirme de moneda de cambio en el momento preciso,  y por ello no cesé en el empeño hasta conseguirlo.  Me paraba en su puerta para oírle,  deseaba saberlo todo de él.  En el fondo buscaba odiarle y no encontraba razones para hacerlo.  No parecía un mal tipo,  sólo había tenido con él aquel incidente de recordarme lo de la hora,  pero por lo demás,  era cortés y amable,  sobre todo con los demás vecinos.


Otro día,  cuando bajábamos en el ascensor introdujo la mano en la cintura del pantalón y recoloco aquel sospechoso bulto,  luego consciente de que podía interpretarse de otro modo,  sacó un aparato parecido a un busca y lo volvió a encajar en su cinturón de cuero.  Después de comprobar,  claro esta,  que todos lo habíamos visto perfectamente.  Tuve la certeza de que lo que intentaba era demostrarme que no era un arma.  Pense sin darle la menor oportunidad a la duda,  que consciente de mi sospecha,  había hecho aquella jugada con la intención de equivocarme.


Buscando nuevos indicios y pruebas que me confirmasen lo que ya daba por sentado,  comprobé todas las mañanas y tardes a través del patio de luces el tendedero de su piso.  Había siempre ropa de niño,  de mujer,  algún que otro pantalón y camisas de hombre,  pero ninguna prenda que me pusiese en la pista de su profesión.


Pronto tuve que dejar de hacerlo porque una cotilla de patio de luces,  de las tantas que hay,  de esas que tienden como las arañas,  grises miradas por todos los rincones polvorientos buscando su presa,  se le ocurrió comentar a la del primero que había pillado al solterón del tercero olisqueando la ropa interior de la del segundo.  Esta se lo dijo a la del cuarto y esta a mi madre después de la misa de doce.  Y mi madre,  disgustada a mí.  Recordándome eso sí,  que si estuviese casado nadie tendría que andar diciendo esas cochinadas de mí.


Ella quería que me casara,  pero con la mujer de sus sueños.  Buena para ella,  limpia como ella,  pura como ella,  un dechado de virtudes como ella,  alguien que fue a ella o al menos que se dejar a abordar por ella.  Pero donde encontrar una mujer así.  No era fácil. No obstante aquel malévolo comentario fue suficiente para que me viera obligado a abandonar la pista de los tendederos.


Comencé a seguirlo,  comprobé donde tenía estacionado el coche y apunte la matricula,  modelo y color.  Y procure conocer a su mujer y a su hijo.


Días más tarde me sorprendió ver que había decidido poner su nombre en el buzón,  tenía un apellido Sefardita y otro castellano,  su esposa,  sin embargo,  los dos.  Tal vez,  pensé,  haya inventado ese apellido,  no era el primero que lo hacía,  y no sólo para ocultar su profesión de policía,  sino compañeros del banco por congraciarse con sus amigos y vecinos.  No dejaba de ser curioso y ridículo,  eso pensaba yo al menos en ese tiempo,  pero tan bajito que ni lo susurraba.  Apunte aquella suposición que yo daba por cierta en la misma hoja de mi agenda donde ya figuraba la matrícula y demás datos de su viejo turismo.


Una tarde le oí cerrar la puerta de su piso y hablar con alguien en la escalera,  me asomé a la mirilla y vi como se introducían los tres en el ascensor.  Entré a toda prisa en mi habitación,  calcé nervioso y alocado unos zapatos y salí tras ellos.  Bajé la escalera para no tener que esperar el ascensor en esos momentos ocupado,  y aproveche sin detenerme a mirar,  la fugaz visión que me proporcionaba el largo espejo del portal para atusarme con la mano el revuelto cabello,  mientras acariciaba la barba para constatar que estaba allí,  dura y sombría como mi intención.  No quise seguir profundizando en mi desagradable desaliño y es que,  por fin iba a conocer la familia al completo,  me había costado lo suyo,  por ello no pude sino sentir una inmensa satisfacción.  Ella era joven,  más que él,  alta, morena,  pelo castaño, y muy atractiva.  El niño era su viva estampa,  la de la madre digo.

 

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