Aquella tarde de sol inquieto les seguí durante varias horas por las calles de una ciudad inocente, cuajada de palomas y olas. Una ciudad que a golpes, olía a mar, y a golpes a sombra y bar de tapeo. En la distancia que me imponía para evitar ser visto, os veía y me parecían tres siluetas sin valor alguno, sombras de seres que reían y hablaban, abrazaban al niño y se abrazaban, que se agachaban para verse en la cara de su hijo, que correteaban y eran seguidos por el pequeño, que se volvían jubilosos y lo tomaban en sus brazos, y lo lanzaban al cielo y lo cogían luego con ternura, y el niño creo que reía, si es que las sombra pueden reírse.
Tiempo después y cuando ya comenzaba a desesperar de obtener nuevas pruebas contra él. Se acercaron a la puerta de un parque infantil, el niño corrió hacia los toboganes. Ellos permanecieron un momento en la entrada hablando, luego él la besó y siguió andando calle arriba. En ese preciso instante supe que iba allí, a ese lugar que me iba a confirmar que no me equivocaba. Lo seguí y lo vi detenerse ante un edificio gris y huraño, con toda la apariencia de una alimaña acorralada. Parapetado tras una puerta metálica montaba guardia un hombre uniformado y armado hasta los dientes, sus ojos y metralleta miraban desconfiados hacia todos lados. Él antes de entrar miró también a uno y otro lado cauteloso. Luego subió rápido los viejos y desgastados escalones que separaban la acera de la puerta y se perdió en el interior de aquel viejo caserón sucio y desconchado, después eso si, de un leve cruce de palabras con el policía de la puerta. Desde donde estaba no pude lógicamente oír lo que se decían, por sus gesto distendidos entendí que existía entre ellos cierta camaradería, es más, juraría que se abrazaban, pero eso n podía asegurarlo, por ello no me atreví a apuntarlo a la noche en mi agenda. Además, ya para qué, no cabía ya la menor duda, era un policía. Pensé alegre, por fin eres mío.
Volví sobre mis pasos, bordeé el parque por el exterior y me paré cerca de la mujer. Ella no me conocía, aún no habíamos coincidido en la escalera.
Los árboles proyectaban dudas sobre los columpios, donde ahora el pequeño sonriente y feliz se dejaba llevar por el suave balanceo de unos de éstos al que la madre empujaba con infinita ternura, mientras con la mirada buscaba por entre las calles y las gentes que iban y venían esperando verlo aparecer. El niño por el contrario se hallaba entretenido, iba y venía en aquel columpio sumido en su sueño de pajarillo enjaulado.. Por fin, él apareció de nuevo, lo supe sin mirar hacia el lugar por donde luego apareció, y es que no podía sino mirarla y mirándola la vi sonreír dulce y cálida, y brillar en sus ojos una luz que no dejaba lugar a dudas, el volvía sano y salvo para su consuelo. Sonrió como sólo lo puede hacer quien ama, y hasta entonó en un susurro las notas de la que yo interprete como una dulce canción infantil. Cuando llegó junto a ella, la beso y se puso a mover el columpio mientras hablaban animadamente de algo que parecía preocuparlos a ambos. Luego ella se quedó ensimismada mirando al padre y al hijo, desando tal vez hacer eterno aquel instante. Las deshilachadas sombras de columpio presagiaban sobre la arena una eternidad rabiosamente escasa. Peor sólo yo podía interpretarlo así, pues sin que ellos lo supiesen su destino estaba en mis manos. Y como tal yo, y sólo yo, podía desde ese día comenzar a presagiar negros augurios referidos a su suerte. Había entrado a formar parte de su destino por la puerta falsa de su nombre y su profesión.
Mientras yo conspiraba y ellos jugaban, el atardecer ausente y monótono comenzó a ocupar el horizonte, a la vez que una leve y pálida luna reaparecía sobre el cielo con modales de bella y tímida dama. En él, las estrellas enmudecían viendo que las riendas del destino que con tanta ligereza se le atribuyen a ellas, no estaban sino en las mías. Mis manos eran ahora astros fatuos e indolentes, sin luz ni armonía, astros de sombra que proyectaban sobre aquel hombre, aquella mujer y su hijo, turbios presagios de dolor y muerte. No pude resistir la tentación de mirarlas, sabía que no iban a brillar, pero tenía necesidad de saber como eran ahora mis manos bajo aquel signo de muerte. Y las vi sombrías y huesudas, ávidas de sangre, eran manos, pero podían ser garras, a juzgar por lo crispadas que estaban.
Embebido en mi suerte que no era sino su mala suerte, me dejé llevar calle abajo impulsado por estas y otras consideraciones de tinte poético. Lo bello y hermoso que nos atañe a menudo se descubre inútil e ineficaz para la vida, aunque desgraciadamente así debe ser, pues cualquier reflexión puede ponerte en el disparadero de perder el ritmo de tu existencia. Una frase de ese corte, de esa índole, con pretensiones racionalistas, me había catapultado a un universo de terror en el que no quería estar, porque se me ordenaba escribir el destino de otras personas. Pero era así de duro y desalmado, y como lo sabía, me fui a casa, saqué de entre los libros mi agenda y anoté con dolor y trémula decisión todo lo que había visto. No sé si las estrellas en las que está escrito nuestro destino, tendrán agenda, si sabrán algo de nosotros, si nos seguirán y verán jugando con nuestra compañera y nuestros hijos, si tendrán compasión o sólo curiosidad, si serán dioses o simples agentes inoculadores de un veneno que se llama vida. Después de haber apuntado su suerte en mi agenda, salí a la calle y comencé a rodar por ellas camuflado entre otras gentes y escaparates, esa era mi órbita, la de no mostrarme, la de ver sin ser visto, yo era la estrella que confabulaba contra otra estrella, no me sentía orgulloso, la verdad es que me negaba a sentir nada respecto a ello. Lo único cierto es que ahora estaba seguro de que mi información era correcta, que entre los signos de interrogación donde un día escribí profesión, podía anotar ahora sin ningún tipo de duda, policía nacional y así lo había hecho, sin dudarlo.
A la mañana siguiente en el trabajo estuve hablando con Parco y le vi tan alegre y dicharachero que me pareció un ser normal, incapaz de nada terrible, quizás fue por ello por lo queme decidí a dar el salto. Sabía, presentía que el tener una bandera sobre la mesa y un pin en la solapa no era suficiente, que como él me había dicho: "la lucha no es una carnavalda, ella como el movimiento se demuestran andando". Chorradas y más chorradas sacadas de cualquier manual sectario. Palabras adorno que sirven para vestir cualquier mesa, la del pobre, la del rico y la del asesino. Palabras que están siempre fuera de contexto y constituyen por ello un punto de apoyo donde aplicar la palanca de las pasiones que mueven el mundo. Consignas en suma que se habían convertido en algo tan horrible que había que adorar y cubrir de importancia.
Y como tenía que andar lo hice, y como anduve y sabía cosas, fue por lo que le dije que tenía controlado a un policía nacional. El a juzgar por el gesto no pareció interesarse demasiado, para a continuación comentar seco y altanero como el lo era o al menos pasaba por ser; "hay tantos". Le respondí con un gesto afirmativo y me puse a currar. Me sentía feliz pensando que había quedado bien y no había gastado nada. Que terrible estupidez sentir eso, cuando con lo que se juega es con la vida de una persona, y es que aquello no era el amago del pago yo cuando ya el otro alargó el billete al camarero, ni un halago inmerecido, ni una cajita de bombones que se le ofrece a un diabético, era algo muy distinto, era un acto brutal y perfectamente calculado, con el cual yo ganaba que, tal vez seguridad, sólo eso, el ser parte de ellos suponía contar con un salvoconducto para transitar sin temor por las calles de nuestra querida tierra. Ellos, los que se decían nuestros libertadores nos ataban con la peor y más férrea de las cadenas, con las de nuestra propia cobardía, la diferencia con la dictadura no la había, puese ellos, como antes los otros, nos daban la coartada perfecta para no morir luego de asco, "patria, patria y patria".
Dos días después y sin previo aviso me pidió todos los datos que tuviera sobre la policía. Quise preguntarme por qué, pero era tan obvio que no pude articular palabra, mi boca se llenó de sombras y me sentí morir por el otro y por mí a la vez. Aún así, los temores y las dudas me las reservé todas para mí. Y es que cuando s e tiene miedo, cuando se teme por la vida de uno, la de los demás adquieren un valor distinto, se podría decir que se vacía de contenido, y ese otro pasa a ser un mero instrumento, es como hablar de algo que está ahí pero del que no sabemos para qué ni el por qué; la vida de los demás entonces no vale más que un estremecimiento o sentir un sabor a sombra pasada en la boca.