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Cuando salí en aquella ocasión,  recuerdo que me miraron todos con la misma cara que lo hacían ahora,  todos sentían igual que hoy como suyo mi miedo.  Pues todos sabían quien era él y a que se dedicaba.  A mí por aquel entonces lo de la patria me dejaba frío.  Pero desde ese día sentí que en cualquier momento aquel despreció me podía costar la vida.  Antes era sólo una sensación que se iba transmitiendo de unos a otros y que nos iba amordazando de tan sibilina forma,  como lo era el tono de voz susurrante y lleno de miradas esquivas que utilizábamos al hablar de estas cuestiones.  De esa forma todos íbamos aceptando que la libertad recién estrenada tenía un sólo bando.  Habíamos salido de una dictadura y entrábamos en otra aún peor.  Frente a la primera,  hubo una esperanza,  el arrojo de los libertarios y el nítido valor de la libertad,  frente a la segunda la necesidad de desenmascarar a esos libertarios y descifrar su maldito y farragoso concepto de libertad,  tarea ardua y peligrosa,  y más cuando todo hay que decirlo,  los que tenían huevos para eso no tenían cabeza para entenderlo,  y no sólo eso,  es que creían en esa libertad que no salía sino de su voluntad.  Por eso comencé a hacerle la pelota descaradamente.  Lo primero que hice fue colocar una bandera en la mesa y otra en la solapa,  un pin de esperanza para que mis pecados fuesen perdonados,  como siglos antes otros pusieran sobre la mesa un crucifijo para exorcizar la torva mirada de la inquisición,  o en ese mismo siglo muchos se prendieron de la solapa una cruz gamada,  o se colgaron de la conciencia una familia judía.  Por agradar,  por salvarnos,  por pura cobardía que al final no te salva de nada.  Luego,  de cuando en cuando,  soltaba una parrafada en Sefardita a los compañeros o algún cliente que me miraba extrañado.  Fue toda una estrategia perfectamente planificada y estudiada hasta en sus más mínimos detalles,  tanto que me absorbía,  que me impedía concentrarme en mi trabajo y en mi relación con mi madre y amigos.  Es ardua la tarea de convertirse en fanático de algo,  parece tan sencillo cuando los ves actuar,  y,  sin embargo,  cuando te pones a ello te das cuenta que no todo el mundo vale para serlo,  que hay que tener algo más que ganas.  No obstante era de necesidad y no dude en poner toda la fe del mundo en conseguirlo,  al menos en la estética.  En fin,  que fueron respecto a mí.  Tenía en mis manos todo el miedo del mundo,  y puse a mi mundo a funcionar entorno a él.  Así,  poco a poco,  intente ir ganándolo.  Pero nunca hasta ese día me había dicho después de cogerme por el hombro y una vez que le entregué la agenda,  "buen trabajo camarada",  aunque luego me montase el número que me montó y que me tenía en ascuas aquella mañana en que había pasado de las palabras a los hechos,  aunque éstos no fueran por el momento sino palabras.  El reloj se comía la mañana,  y yo me comía las uñas mientras sentía que algo dentro de mí se dedicaba a fabricar pajaritas con mi famosa denuncia,  pajaritas de plomo que deseaban salir volando pero que por más que lo intentaban se quedaban siempre prendidas de las redes de Parco.  Pensé también en el curso del río por el que ahora viajaría mi agenda,  negra y pequeña como todo buen veneno.  Comprada en una tienda exclusivamente para eso,  y a la que había pegado en sus pastas la banderita de rigor.  Recuerdo,  que elegí para comprarla una librería alejada del barrio,  la dependienta lleno el mostrador de agendas de las que me hablaba y me hablaba como si fueran seres vivos.  se refería al material de que estaban hechas,  al fabricante y hasta es posible que citara el nombre y talante del representante que le había dejado alguna de ellas.  Me recordó por último cuales eran las que más se vendían y eso fue lo único que me animó,  si se vendían tantas de aquella negra y plasticosa agenda de bolsillo serían muchos los sospechosos si algún día caía en manos de la policía.  La compré,  quiso envolvérmela,  me preguntó si era para un regalo,  le respondí que no,  tomándola en mis manos a la vez que le alargaba un billete de dos mil,  ella se volvió hacia la caja,  yo guardé la agenda y luego las vueltas,  me despedí huraño y salí a la calle.


Al final de la mañana,  pensé que era el momento oportuno para preguntarle qué le había molestado.  Pero él con un guiño,  me hizo saber que todo era teatro,  que había confidencialidad entre los dos.  Eso me tranquilizo,  y sólo vino a ensombrecer aquel estado de bienestar el hecho de pensar que tal vez también había hecho teatro cuando me amenazo.  De todas forma aquel gesto de complicidad me animó lo suficiente como para olvidar lo ocurrido.


Me preocupaba eso sí, lo que fuese ha hacer con la información que le había dado.  Pero tampoco había por qué agobiarse.  Como él mismo había dicho,  había tantos.  Por qué entonces pensar que le iba a tocar a mi vecino. En fin, que había quedado bien y sin que éste corriese un serio peligro.


Pasaron unos meses y todo seguía igual.  Me cruzaba con mi vecino,  me saludaba,  lo saludaba.  Hablábamos del tiempo o del partido televisado de liga,  y luego cada uno a lo suyo.  Mi relación con él mejoró desde el día en que entregué la agenda.  Mantenía eso sí,  cierta reticencia a salir con él del portal,  por seguridad más que nada,  pero por lo demás el hecho de no tener que espiarle facilitó que entre ambos,  y tras un preámbulo de mutua indiferencia,  se fuese entablando una corriente de cierta simpatía,  que en cualquier otro lugar y tiempo tal vez hubiera desembocado en amistad.


Una mañana Parco no vino a trabajar.  A las dos llamó alguien para decir que lo habían detenido.  No hubo comentarios,  ni tampoco preguntas,  ni satisfacción,  ni pena.  Hubo sólo indignación,  indignación cara a una galería orientada hacia ningún lado,  como lo esta todo lo que busca el norte del miedo y no sabe a quien tenérselo.  todos éramos tan peligrosos como aparentemente inocentes.  Lo que sí era cierto es que todos estábamos hasta los cojones de él y sus chulerías.  De todos modos el verdadero sofoco vino para mí cuando reparé en la existencia de la famosa agenda,  con los datos del policía escritos de mi puño y letra.  Temí que a esas horas la tuvieran sus compañeros en sus manos,  o que hubiera hablado.  Por eso cuando llegaron con la intención de registrar su mesa estuvo a punto de parárseme el corazón.  No nos preguntaron nada,  buscaron entre sus papeles y objetos personales y se llevaron lo que les pareció en una caja de cartón marrón.  Durante el tiempo que permanecieron allí no me atrevía a mirarles a los ojos,  temía que vieran en los míos la sombra de la culpabilidad,  o que lago me delatara.  Miraron eso sí,  mi bandera de mesa,  y lo hicieron con tanta insistencia que la vi moverse.  Y me maldije por haber tenido la vista de guardarla.  Aunque después pensándolo fríamente,  me dije,  mejor así,  tal vez si lo hubiera hecho,  alguien como yo de entre mis compañeros podía apuntarme en una agenda comprada a propósito.  La policía podía pegarme unas hostias,  pero ellos podían pegarme un tiro,  la cuestión era clara,  sabía con quien había que estar.


Días después supimos por el interventor que Parco estaba en Manuc,  en la cárcel.


Respiré hondo y me sentí más tranquilo.  Comenzaba a estar seguro de que no habían cogido la agenda y de que Parco no había hablado.  Ni el vecino corría ya ningún peligro,  ni tampoco yo.  Con él se rompía mi relación con la banda terrorista.  Seguro que Parco la tiró a la basura,  me repetía a la menor duda.  Tal vez sólo me la pidió para ver si de verdad sentía simpatía por la causa.  Seguro que era eso pensé,  intentando tranquilizarme definitivamente.  Tal vez por ello mismo no se interesó para nada por la información el primer día.  Las hipótesis curiosamente quieren ser tranquilizantes y son sólo estimulantes,  unas te llevan a otras y esas a otras,  así hasta la extenuación o la locura en que yo me hallaba literalmente enterrado.

Pasaron los meses,  tal vez seis,  y todo comenzó a recobrar la calma,  las hipótesis comenzaron a ser lo que de verdad se exigía de ellas. Las aguas volvían a su cauce,  y con ellas mi destino de estrella de cloaca a su órbita de inocencia.

 

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