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Al medio día, Raúl caminó por todo el barrio distraídamente mientras esperaba que el tiempo transcurriera. Aunque en los últimos días sus hábitos alimenticios habían sido absolutamente inadecuados, no tenía hambre ni sed. Tras dar varios paseos por el barrio, se sentó en un banco descuidado que servía de lecho a los vagos. Durante varios minutos estuvo divagando y, aunque sabía que no le dejarían ver a su padre, acudió a la estación a probar suerte.

Como era de esperarse, no le dejaron entrar y le advirtieron que no regresara sino quería quedarse haciendo compañía a don Pedro. Cuando dejó de insistir, se dio cuenta de que era bastante tarde y corrió apresuradamente hacía el negocio de don Eduardo, que para desgracia suya estaba abierto y con el viejo adentro tras el vidrio de seguridad que lo protegía completamente. Secó el sudor de su rostro y se alejó nuevamente, pero esta vez sin perder de vista las puertas del establecimiento y concentrado en cualquier movimiento que se presentara.

La tarde la utilizó para repasar su plan una y otra vez. La noche anterior había pensado cuidadosamente en lo que haría y ahora lo tenía muy claro. Estaba dispuesto a acabar con la vida de don Eduardo y a tomar su dinero, aunque nunca en su vida hubiera hecho algo semejante. Siempre fue muy pacífico y aguantó los maltratos de todo el mundo; sin embargo, su límite fue traspasado. Por momentos se preguntaba en qué momento había llegado al extremo de planear la muerte de alguien. Para tranquilizarse, pensaba en aquellas ocasiones en que el mismo don Eduardo lo había llevado a contemplar, aunque muy vagamente, tan absurda idea. Si alguna vez había sentido deseos de hacerle daño a algún ser humano, ese era él.

Cuando la tarde llegó a su fin, Raúl sintió que el momento estaba más cerca que nunca y tras secar sus sudorosas manos preparó el arma con que habría de realizar su crimen. En la mañana, había tomado ocultamente de su casa un cuchillo bien afilado y de hoja sumamente ancha. No tenía idea de cómo podría introducir semejante objeto en el vientre, el pecho o la espalda de alguien. Al sentir algunos ruidos en el interior del local, percibió que la hora había llegado, y tras rezar muy brevemente, se ocultó para esperar que su víctima saliera. Unos segundos después, don Eduardo, que no tenía la más remota idea de lo que le sucedería, salió y se dispuso a cerrar su negocio. C

uando estaba de espaldas a la calle, su victimario aprovecho el momento para abalanzarse sobre él y le dio un fuerte golpe en la cabeza, lanzándolo hacia el interior del local. Los gritos del viejo no se parecían en nada a los que horas antes había dirigido a su mujer; esta vez eran quejidos que solo transmitían pesar y molestia. Una vez adentro, Raúl cerró las puertas y tras golpear de nuevo al maltrecho anciano, tomó las llaves y entró en la sección protegida por el vidrio de seguridad. Registró los cajones y guardó todo el dinero y las joyas que en ellos había en un saco de cuero que encontró en el suelo. Durante esos momentos no pensó un solo instante en los delitos en que incurría; más bien, pensaba en no tardar demasiado para acabar de una vez por todas con esa pesadilla que había empezado varios días atrás.

Cuando se prestaba a salir del recinto, Raúl sabía que su tarea no había culminado, pues don Eduardo aún seguía con vida y podría delatarlo. Por si esta razón no fuese un motivo suficiente para Raúl de acabar con la vida del viejo, este quiso darle uno más al arrastrarse hasta él y tomarlo por su pierna derecha mientras musitaba desesperadamente. Desde su óptica, Raúl veía abajo, a sus pies, la espalda indefensa y expuesta de un hombre debilitado y prácticamente vencido. Era el momento perfecto para terminar con su plan, el cual, a la hora de ejecutarlo, le había resultado más difícil de lo que había pensado.

Aunque fuese un ser despreciable que les había causado muchos dolores de manera premeditada y malintencionada a él y a su padre, don Eduardo no dejaba de ser una persona y, para Raúl, matar a alguien era una locura, una infamia y, sobre todo, un pecado. Por consiguiente, buscando hallar la fuerza que le diera el impulso de actuar, Raúl llevó a su mente imágenes ásperas, como un padre afligido y maltratado, una pequeña hambrienta y sin hogar, una ancianita golpeada y humillada, el cuerpo inerte de un amado hermano cubierto de sangre y una madre enferma, abatida, y postrada en un lecho en el que también se posaba la desesperanza.

El fuego abrasador que se encendió en su pecho debido a estas imágenes, salió de él en medio de la fuerte exhalación que lanzó mientras asestaba el primer golpe con el cuchillo. Los gritos de don Eduardo fueron tan aterradores, que Raúl temió ser descubierto por los vecinos, de modo que con afán, y sin contemplaciones ni pudor, continuo con el suplicio de un viejo orgulloso, mezquino y tirano que sin importar lo que sucediera, nunca volvería a maltratar a nadie.

Cuando por fin se detuvo, respiró con dificultad unos minutos mientras observaba el cuerpo ensangrentado que yacía en el suelo, y de pronto, sintió que su sed de venganza y desahogo habían sido saciadas a la misma vez que el remordimiento por el mal cometido se apoderaba de él.

No se podría definir con precisión el motivo por el cual Raúl, una vez cumplió con su misión, se arrodilló y con manos temblorosas lloró, rezó, pidió perdón a un cuerpo ensangrentado y finalmente salió de aquel lugar rápidamente, dejando en el suelo la bolsa de cuero con el dinero y las joyas que tanto anhelaba y que lo habían llevado a cometer tal crimen. Podría pensarse que las últimas horas habían transcurrido para él en un estado de total inconsciencia, y solo la cruda escena del homicidio perpetrado, lo llevó de vuelta a la realidad y le indicó la magnitud de sus actos.

 

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