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Notó cuan lejos lo habían llevado la codicia y la desesperación, convirtiéndolo en un ser desalmado que, a decir verdad, no coincidía con el joven noble y sosegado que siempre fue. Seguramente, en un arranque de pudor y contrición se escarmentó a sí mismo al privarse del botín que tanto le había costado conseguir y que además necesitaba y seguramente extrañaría. Sin lugar a dudas, en esos momentos su conciencia atribulada se sobreponía a las penurias económicas de su familia y a los deseos de venganza que abrigaba contra don Eduardo.

Mientras corría por las solitarias calles, Raúl sentía el sudor que recorría todo su cuerpo y las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas una vez más. Aunque el día, la hora y el lugar no se caracterizaban por alojar demasiadas personas, sentía que nunca antes en su vida había recibido tantas miradas de carácter inquisitivo. Los pocos vecinos que escucharon los gritos se asomaron por las ventanas y, como es de esperarse, avisaron a otros cuantos que sin saber lo que sucedía, salieron a las calles y vieron a Raúl huyendo con las manos teñidas de sangre y gimiendo dolorosamente. Estaba seguro de que lo habían reconocido y, además, recordó como en las horas de la tarde se había presentado sospechosamente en la estación de policía, quedando así al descubierto su culpabilidad. A esas alturas, no se preocupaba por demostrar una supuesta inocencia, más bien, deseaba salir lo más pronto posible de aquel lugar y tomar solo un poco de aire para sanar su cuerpo y su alma.

Así, ante los ojos de hombres y mujeres que lo habían visto crecer y desarrollarse, que lo conocían a él y a su padre con detalle y ante la mirada atónita de otros tantos que husmeaban por pura curiosidad, Raúl dejó para siempre las calles en las que rió, lloró, trabajó, se hizo hombre y, lamentable, asesino. Los curiosos lo vieron huir, y sin embargo, ninguno se atrevió a detenerlo, tal vez por miedo, lástima o complicidad. Cuando se encontró el cuerpo de don Eduardo tendido en el ensangrentado suelo de su negocio, rostros de estupefacción, asco y desahogo reflejaron claramente las sensaciones que despertaba aquel hombre en sus semejantes.

En medio de la muchedumbre, una ancianita demacrada se asomó, y al ver la terrible escena, se persignó mecánicamente mientras miraba con persistencia y cierta incredulidad el cadáver de alguien que la obligó a conocer la desgracia y la miseria. Seguidamente, sin hacer un solo gesto, se dirigió de nuevo a su hogar donde, tal vez demasiado tarde, conoció la libertad, terminando sus días completamente sola.

 

 

4

Aquella noche era para don Pedro la más fría de toda su vida y el calabozo al que no terminaba de habituarse se hacía más amplio a medida que los forzados huéspedes recobraban su libertad. Su experiencia en estos asuntos le indicaba que muy pronto él también lo haría, ya que había recibido el castigo por el escándalo público de la noche del viernes y aún sin pagar fianza podría salir aquella misma noche. Es cierto que había acordado privarse de su libertad y dar algún dinero a los agentes a cambio de eximir del castigo a su hijo; aún así, sabía que estas condiciones no eran legales y finalmente se iría a su casa sin problema alguno.

Sus presagios se cumplieron, aunque no como él pensaba. Tarde en la noche un agente abrió las puertas y le ordenó salir mientras lo miraba detenidamente como queriendo decirle algo. El oficial encargado le dirigió una mirada semejante y con tono adusto le dijo:

- Listo, hermano, puede irse. Ya no necesita quedarse aquí más tiempo.

- Gracias, señor. Yo en estos días paso por acá y arreglamos lo de la fianza – dijo don Pedro innecesariamente, ya que no debía pagar tal fianza.

Solía hacerlo, para quedar en buenos términos con aquellos a quienes no cancelaría nunca el dinero que adeudaba y para conservar un poco de dignidad.

- Tranquilo; por eso no se preocupe. Yo creo que usted tiene otros problemitas que arreglar. Es mejor que pase por el negocio del señor que lo metió en esto; además, localice a su hijo lo más pronto posible.

Los consejos del agente, aunados a su tono preocupado, impactaron a don Pedro y lo llenaron de una curiosidad muy diferente a la que es común, ya que en realidad, no quería ser satisfecha gracias a presentimientos negativos fundamentados en lo que había oído. Mientras se dirigía al lugar indicado, acompañado por un agente, se imaginaba lo que podía haber sucedido y no cesaba de preguntar por qué debía ver a don Eduardo y qué tenía que ver todo eso con su hijo.

Se enteró de que Raúl había buscado verlo infructuosamente en las horas de la tarde y eso llamó su atención. Al llegar al lugar de los hechos, sin haber entrado hasta el interior del negocio, sintió que los presentes lo acusaban con sus miradas y por tanto indagó sobre lo que había sucedido. Cuando entró, vio un cuerpo tendido en el suelo cubierto por una sabana empapada en sangre y al instante entendió por que había sido liberado de forma tan sencilla. Por primera vez en mucho tiempo, sus ojos se mantuvieron completamente abiertos sin parpadear compulsivamente y esto dio un matiz trágico a su rostro. Notó que el cuerpo correspondía al de don Eduardo y eso explicaba por qué ya no tenía sentido el que siguiera detenido en aquella estación. Sin embargo, no comprendía como podía estar inmiscuido en semejante crimen su hijo adolescente. Recordó las palabras del agente y de inmediato fue presa de un estremecimiento no muy frecuente en él, ya que parecía ser impasible ante ese tipo de situaciones. Cuando preguntó por su hijo, algún vecino valeroso le confesó que se le había visto huyendo con las manos cubiertas de sangre, de modo que sin decir una sola palabra ni mirar a nadie desapareció en busca de Raúl. No tardó mucho en llegar hasta el barrio donde desde hacía muchos años vivía y donde casi todo el mundo lo conocía. Algunos de los vecinos le informaron que habían visto a su hijo y su narración concordaba con la que él había escuchado anteriormente, en la cual su hijo manchado de sangre corría desesperadamente.

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