Al llegar a su casa encontró a su esposa acostada en la cama y llorando. Contrario a lo que él esperaba, no le hizo el más mínimo reclamo ni le ignoró como hubiese hecho en una ocasión anterior. Ambos se miraron con ojos plagados de tristeza sin decir una sola palabra; dijeron todo con sus ojos. Cuando salió de casa a continuar su frenética búsqueda, encontró en un parque solitario, sentada sobre una piedra a su nieta, es decir Alejandra, llorando de una forma en la que nunca lo había hecho. Con lástima, pero sin tacto, le preguntó:
- Qué le pasó? Por qué llora? Ha visto a Raúl?
- Sssi señor- contestó Alejandra trémulamente, intercalando en su respuesta suspiros ahogados y percibiendo que de las tres preguntas la única que debía responder era la última.
- Dónde está? – preguntó don Pedro.
Aunque no se percataba de ello hablaba en tono agresivo y agitado, asustando a su frágil e indefensa nieta. La niña, llena de inseguridad, señaló con su pequeño y tembloroso dedo índice hacia los cerros y trató de explicar lo que había visto; sin embargo, las lágrimas le interrumpieron y don Pedro tuvo que partir, dejando atrás una criatura desconsolada y alterada, que tardaría muchos años en olvidar lo que sucedió esa noche.
A medida que subía las empinadas calles, preguntaba a las pocas personas que alcanzaba a reconocer si sabían del paradero de Raúl. Todos le indicaban que lo habían visto subir afanadamente hacía el cerro oscuro y despoblado mientras repetían las dolorosas palabras que aludían a las manchas de sangre. Cuando por fin llegó a la montaña que le habían señalado, se dio cuenta de que muchos curiosos lo acompañaban y al vislumbrar la posibilidad de descubrir algo terrible, se detuvo y cerró sus ojos varios segundos.
Después de orar y tomar las fuerzas necesarias, don Pedro Olarte, aquel hombre pobre, abnegado y resignado con la vida, abrió sus ojos tristes, que por primera vez en su vida tuvieron un color definido: el lúgubre y trágico color de la muerte.
Entre los matorrales silvestres, una figura humana se develaba por la fría luz de la luna y a medida que los espectadores se aproximaban se hacía más reconocible. Por el preámbulo de la situación, todos sabían de quién se trataba y solo el fin de confirmarlo obligó a alguien a decir que era Raúl. Don Pedro se acercó lentamente, y en esta ocasión nadie lo siguió, tal vez por un vago sentido de respeto.
No era la primera vez que se acercaba al cadáver de un hijo suyo; años atrás se había enfrentado a la muerte de su primogénito, Juan. Aún así, en esta ocasión sentía que con la vida de su hijo y compañero Raúl, se iban todos sus deseos de vivir. No se creía capaz de soportar un golpe así nuevamente, sobre todo por que ahora lo embargaba el remordimiento y un enrome sentido de culpa.
De pie, al lado del cuerpo de Raúl, don Pedro trató de decir a este algo afectuoso por primera y última vez; sin embargo la cruel imagen que constituía el suicidio de su hijo le impidió expresar uno solo de sus pensamientos. Cayendo de rodillas, cedió a las lágrimas de forma tan desmedida, que muchos de los presentes se retiraron para no contagiarse de un sufrimiento tal. Finalmente, tomó a su hijo entre sus brazos y le gritó mil veces que lo amaba, aunque sabía que hubiese sido mejor susurrárselo tan solo una vez mientras estaba vivo.
Ojalá don Pedro hubiera demostrado a su hijo cuanto le amaba mientras le tuvo a su lado. Ojalá Raúl hubiera entendido que los más grandes héroes no solo deben saber pelear, sino también aguantar.
¡Ojalá que la vida hubiera enseñado a estos valientes, y a la vez cobardes guerreros, que es más fácil encontrar oro que paz!
¡Ojalá que los hombres no lucharan por luz en medio de las sombras y no emprendieran aquel viaje del que nunca pueden regresar!
FIN