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Cuando llegó hasta el furgón, encontró a su compañero de labores quejándose de un terrible dolor en el hombro derecho por alzar inadecuadamente un rollo que era el cuarto o quinto en su cuenta personal. La mayoría de los presentes discernieron que se trataba de un caso típico de engaño y debilidad. Era imposible que se lesionara tan pronto, sobre todo si no había participado siquiera en una cuarta parte de la labor realizada una hora antes mientras cargaban y recién empezaba el descargue. Con los inoportunos perjuicios físicos acaecidos a sus compañeros, Raúl se vio en la obligación de realizar todo el trabajo por sí solo. Nunca antes había deseado tanto tener dinero como entonces, al ver ejecutivos que se paseaban por su lado con ropa de la mejor marca, sin derramar una gota de sudor y jacareando mientras ganaban en un día lo que el y su padre juntos ganaban en una semana. Se puede decir que sus sentimientos constituían una mezcla de rabia, tristeza, impotencia y algo de envidia.

Cuando terminaron, o más bien, cuando Raúl terminó la agobiante tarea, el hombre elegante que los había contratado arregló cuentas con don Pedro, que durante casi una hora estuvo discutiendo por el pago de sus servicios, o servicios de Raúl, que él consideraba injustamente escaso. Simultáneamente, el holgazán que fingió una incapacidad laboral estaba excusando su debilidad en múltiples enfermedades y preocupaciones, en un ayuno que en verdad no ocurrió y en el cansancio por haber trabajado fuertemente la víspera alzando pesadas mercancías tan reales como su ayuno. Además, relató anécdotas sobre su pasado ficticio de arduos trabajos y hechos heroicos con el fin de hacer olvidar a los presentes el bochornoso acto que había protagonizado hacía unos instantes.

Finalmente, llegaron de nuevo a su cuadra de estancia, y don Pedro, cansado de ver como su hijo levantaba cargas tan pesadas, entró a buscar una cerveza en la tienda de doña “Márgara”, donde él y su hijo fueron testigos de un acto de truhanería y desfachatez. El ya varias veces mencionado joven llegó cojeando, aunque la lesión fue en el hombro, y se sentó al lado de don Pedro y con aire irrespetuoso dijo:

- Y que, don Pedro... Que va a gastar?

- Pues tómese una, “mijo”- Contesto este, y pidió una cerveza a doña “Márgara” que estaba terriblemente vestida y dando indicios de embriaguez.

Raúl estaba visiblemente incómodo con la presencia de todo lo que lo rodeaba, excepto con la botella de cerveza fría que acariciaba en sus manos, la cual era, por lo menos en esa mesa, la única bien merecida. Después de tomar media docena de cervezas a expensas de don Pedro y hablar de temas sin sentido, el descarado joven solicitó el pago correspondiente a su trabajo:

- Bueno, don Pedro... es que se me está haciendo como tarde. Será que usted me cancela para poder irme?

- Qué quiere que le cancelen, hermano? – protestó Raúl, esbozando una sonrisa incrédula ante tal falta de vergüenza.

- Yo estoy hablando con su papá – contestó altanero el tipo y empezó a subir la voz y a explicar que ahora tendría que ir al médico, que había perdido toda la tarde, y se disculpó además con muchos otros argumentos que no fueron del todo comprensibles, ya que a medida que hablaba, se permitía lloriquear y sollozar llamando la atención de todos los presentes, que empezaban a murmurar a pesar de no saber lo que sucedía. Don Pedro, increíblemente decidió pagarle para que no continuara discutiendo. En realidad no era algo tan increíble, pues en más de una ocasión este perito de los negocios había sido desfalcado y no se atrevía a reaccionar.

 De modo que el individuo más débil y cínico que había conocido, desaparecía ante los ojos de Raúl, que indignado, veía como aquel se iba a su casa con el pago de una tarde de trabajo en la que no trabajó y con la panza a reventar por la cerveza que había tomado a nombre de don Pedro. A propósito, el siniestro personaje se llamaba Miguel, un hecho intrascendente en estos momentos, pues gracias a Dios, no se volverá a mencionar en la historia, por lo menos en esta. Entrada la noche, Raúl empezaba a preocuparse por el derroche de dinero que hacía su padre, ya bastante subido de copas, y por la amenaza de don Eduardo que en cualquier momento aparecería. El problema era claro. El carro no estaba reparado como lo exigía la perentoria orden del mezquino hombre. Además, no habían reunido el suficiente dinero para demostrarle que tenían con que pagar, y la mitad del poco que reunieron estaba en sus vientres, en los bolsillos de doña “Máragara” y en los de un sujeto que prometimos no volver a mencionar. En la vida hay personas de las que no es fácil deshacerse, sobre todo, si nos repugnan. Con las condiciones claras en su mente, Raúl comprendió que su futuro laboral inmediato dependía de la compasión que pudiera tener el ser más cruel y abominable que hasta entonces conocía. Empezó a discurrir en cuanto a lo que podría pasar; pensó en diversas explicaciones, en disculpas factibles y hasta en humillarse si era necesario para poder conservar su destartalado medio de vida.

El momento que tanto había deseado que no llegara, llegó. Don Eduardo, acompañado por sus tristes esbirros, entró en la cafetería que a esa hora parecía mas una taberna. Con arrogancia, saludó despectivamente a los hipócritas que lo saludaban con amabilidad esperando que les invitara unas copas. Tal esperanza no tenía fundamentos, pues en todos sus días, don Eduardo solo gastó dinero en invitar a alguien la noche en que propuso matrimonio a la que sería su sufrida esposa. Es mejor no mencionar los detalles de esa cita, pues fueron tan sucios y denigrantes, que se creería que son solo invenciones.

 Acercándose lentamente a don Pedro, dijo:

- Entonces, don Pedrito, qué paso con lo mío? Me arregló el carrito? Yo lo veo un poquito descuidado y además... mire el espejito como lo dañaron.

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