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El joven deprimido y adolorido caminó una larga distancia hasta su pequeña y humilde casa, a la que llego sin hacer el menor ruido para no despertar a la familia y no tener que dar explicaciones. Al entrar, notó que todo estaba oscuro y en silencio. Un reloj de pared marcaba los segundos que para él eran eternos y la escasa luz de la luna que se colaba por la ventana le permitió ver que eran las tres de la mañana. Entró sigilosamente a su alcoba y se desvistió con lentitud. Cuando se metió en la cama, instantáneamente dejó de sentir el cansancio, dejó de oír la ruidosa urbe nocturna y solo podía pensar en su padre; en lo que había hecho por él, en cómo lo odió en la mañana y lo respetó en la noche, y sobre todo, en cómo conseguiría el dinero para liberarlo y demostrarle que era todo un hombre. Desde su ventana, podía ver una montaña sola y oscura en la cual reinaba una paz semejante a la que el deseaba. Soñó vivir en un lugar como ese, donde nadie lo perturbara y donde pudiese respirar tranquilidad. Sus devaneos se prolongaron casi hasta el amanecer, cuando el crepúsculo, quizás sabiendo lo que le esperaba, acabó con la noche más horrible de su vida hasta entonces y le regaló unos instantes de paz.

 

 

2

Unos diminutos pies descalzos caminaban por la sucia y desordenada estancia buscando no ser identificados. A paso lento y trémulo se acercaban al lecho de Raúl que dormía profundamente y parecía imposible de perturbar. Toda la gracia y el candor de una blanca mano infantil se poso sobre su mejilla y una voz casi imperceptible lo llamó:

- ¡Tío! – al no recibir respuesta, insistió con más fuerza. Finalmente, unas palmaditas en el rostro e insistentes sacudidas y llamados despertaron a Raúl, que al ver aquél ángel interrumpiendo su sueño, sonrió y lo atrajo a sí colmándole de besos.

Por la voz “tío” no es difícil deducir quién era el ángel: su sobrina, Alejandra, que contaba tan solo cinco años de edad. Era en realidad la única que se mostraba afectuosa y cariñosa con Raúl y se había convertido tal vez en el ser más especial para él. Tenía las facciones hermosas, heredadas de su familia paterna seguramente. Sus expresivos ojos, opuestos a los de su abuelo materno, eran de un color negro definido, estaban llenos de vida y ternura, y los bucles de su cabello dorado daban un marco perfecto al rostro lleno de inocencia. Los rasgos de su personalidad la hacían aún más agradable, ya que solía ser muy respetuosa y demostraba abiertamente sus sentimientos a quienes amaba, especialmente a su familia.

El juego inocente entre tío y sobrina se vio súbitamente interrumpido por los estrepitosos gritos de doña Fabiola, la madre de Raúl, que todas las mañanas repetía aquella escena, sobre todo, cuando su esposo no dormía en casa. Doña Fabiola era una gruesa mujer; quizá un poco desmejorada física y emocionalmente por su enfermedad. Aunque estaba siempre dispuesta a hacer notar su férreo carácter, a la postre cedía y complacía a todo el mundo. Parecía ser que el pago por sus favores, su indulgencia y su colaboración, fuera soportar sus agobiantes reclamos e interminables discursos en los que todos eran seres desconsiderados y desagradecidos que no merecían tener una madre y esposa tan inocua como ella. Definitivamente, buscaba alguien con quién desquitarse. La vida la había castigado injustamente al entregarla como esposa a un hombre que le había traído grandes problemas, entre ellos, uno representado en forma humana por una criatura producto de un romance adulterino, la cual había aceptado criar y que había acabado con la paz del hogar y, ya crecida, había hecho que una niña que no era su nieta la llamara abuela. Además, un avanzado cáncer de colon, que según los médicos era incurable, le causaba terribles dolores, no tan fuertes, por supuesto, como el que hacía cuatro años le infligió la muerte de su primogénito asesinado por unos asaltantes que procuraban robarlo cerca de su casa.

Doña Fabiola, como era su costumbre, ordenó a Alejandra arreglarse para ir a la escuela aunque fuera un día sábado; desheredó a los muchachos y exilió a su cónyuge, después de lo cual profirió varias maldiciones contra el universo y se dirigió a su cama para estar postrada el resto del día. Por primera vez, Raúl agradeció a su madre que no le dejara hablar, pues así no debió confesar todo lo ocurrido y podría escapar de la situación por el momento. Tomó una breve ducha y se vistió de cualquier modo. Cuando se disponía a salir, sin tomar siquiera un poco de café, se topó en la sala de la casa con su dulce sobrina que dibujaba entretenida junto a su alma antípoda, que se hallaba acostada en un amplio y descuidado sofá y, al verlo, inquirió sin siquiera saludarlo sobre la ausencia de don Pedro, ya que no había dinero para la comida y el dueño de la casa juró desalojarlos si no le cancelaban por lo menos uno de los seis meses de renta que le adeudaban.

La antípoda era su media hermana Patricia; una vulgar y voluptuosa joven de diecinueve años con el cabello mal tinturado y una apariencia extravagante. Era la madre de Alejandra, a quien erradamente llamaba Alexandra, error que tal vez no sería tan notorio si al pronunciar la letra x no interpusiera su lengua entre los dientes, haciendo absolutamente irritante su dicción. Era tan solo catorce años mayor que su hija, y sin embargo, esta dominaba una mejor caligrafía y leía con mayor precisión. Además, parecía empeñada en conseguir un hermano para la pequeña Alejandra, pues todas las noches salía con hombres que apenas conocía y que solo buscaban desfogar sus apetitos e impulsos sexuales con ella. En ocasiones, lucía como una mujer engañada o utilizada por ingenuidad y torpeza; en otras, como una desvergonzada que no respetaba su hogar ni daba ejemplo a su hija, que algunas veces, no entendía por que su madre parecía su hermana y su abuela se comportaba como una madre.

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