Raúl le contestó de cualquier modo a Patricia, ignorando sus reclamos y quejas que harían pensar a cualquiera que también era hija de doña Fabiola, y salió de casa dejando tras de sí una madre enferma y disgustada y a dos seres que personificaban, uno, la pureza, y otro, el vicio. No acababa de cerrar la puerta y ya se había percatado de que don Julio, el dueño de la casa, venía a cobrar las cuentas atrasadas. Simulando no haber notado su presencia y haciendo gestos exagerados para mostrar que llevaba mucho afán, Raúl caminó apresuradamente como lo habría hecho su padre. Sin embargo, no pudo continuar con su pantomima, pues don Julio lo llamó a voz en cuello, dejándole ver que no tenía ningún problema en convertir el arreglo de las cuentas pendientes en un espectáculo público.
Descubierto y reintegrado a la embarazosa situación, Raúl trató de explicar a don Julio lo difícil que había sido conseguir el sustento últimamente e incluyó en su defensa algunos detalles ligeramente alterados de los hechos de la víspera; como por ejemplo, el pago obligatorio, que en realidad no se hizo, de las supuestas reparaciones del carro y los abusos de su inescrupuloso jefe. Ante tantos ruegos y excusas don Julio accedió bondadosa y generosamente a darles un miserable plazo de un día. Añadió que era el último y que al día siguiente los desalojaba definitivamente. Don Julio era un hombre de unos sesenta años, con características físicas no muy trascendentes, exceptuando su mandíbula inferior prominente que le impedía cerrar la boca, y que por alguna razón, dejaba ver sus sesgados dientes en total desorden. Su personalidad era mucho más llamativa y singular.
Aunque había sido por más de veinte años un conductor de medios de transporte masivo, había comprado coincidencialmente un billete de lotería que, para fortuna suya e infortunio de todos sus vecinos, salió premiado. En diez años logró adquirir un treinta por ciento de todos los inmuebles del barrio y se dedicaba a cobrar rentas atrasadas y a desalojar inquilinos morosos en lugar de disfrutar de su dinero. En toda su vida había leído un solo libro y sin prólogo. Nunca se actualizaba con los informativos televisivos, radiales o impresos, y había dejado la educación formal a las dos semanas de haber ingresado en la escuela de su pueblo natal, pues la maestra consideró un caso perdido a un niño de ocho años que no sabía leer ni escribir, y que además dirigía a sus compañeros en revueltas y motines, promoviendo así una peligrosa anarquía. A pesar de las antedichas limitaciones intelectuales, don Julio se consideraba a sí mismo un sabio filósofo comparable a Platón o a Sócrates y se atrevía a discutir con políticos, médicos y catedráticos sobre cualquier tema, incluso sobre aquellos que nunca había escuchado mencionar. Su afán por contradecir y opinar respecto a temas ignotos para él, lo llevaba a cometer algunas ligeras inexactitudes como llamar a New York la capital de Estados Unidos o asegurar que Alejandro Magno era un cristiano católico apostólico y romano.
Ahora Raúl partía a cumplir con la tarea de rescatar a su recluso padre, dejando atrás la madre disgustada, la pureza, el vicio y un viejo ignorante y presumido, que seguramente cumpliría su palabra de desalojarlos como ya lo había hecho con varios de los vecinos. La misión era sumamente complicada. Primero, conseguir el dinero suficiente para pagar la fianza que dejara libre a su padre; segundo, conseguir más dinero para pagarle a don Eduardo y a don Julio respectivamente, y tercero, conseguir todo ese dinero en un día. Con tanto trabajo por hacer y tan poco tiempo para lograrlo, Raúl acudió a don Isaac, la única persona que a su forma de ver le podría dar un consejo sensato, y que por influencia paterna también se había convertido en su oráculo.
Cuando llegó a la cuadra donde habían pasado tantas cosas la noche anterior, Raúl se estremeció al recordar como se habían llevado a su padre por la fuerza y sintió temor de encontrarse con alguno de los sujetos que acompañaban a don Eduardo y que podrían tomar represalias. Los sábados solían ser muy solos en la zona y esto dificultaba la tarea de Raúl, pues no había mucho trabajo y el dinero que el tanto necesitaba se convertía en licor.
Cuando encontró a don Isaac, este se hallaba totalmente ebrio en el depósito de un hombre, que a pesar de ser muy joven, había acumulado un gran capital y se había ganado el respeto y la confianza de muchos. Ese era otro de los que despertaba envidia en Raúl por su prosperidad y su escasez, no de dinero, sino de problemas. Don Isaac no se encontraba en condiciones de dar consejos a Raúl, pues la sobriedad y la sensatez lo habían abandonado por completo y en aquel momento solo podía hablar de tendencias políticas y economía en el continente europeo. Su interlocutor se reía por los disparates del viejo, que a veces en medio de sus discursos insultaba a algún transeúnte o daba rienda suelta a su melancolía y cedía al llanto. No había manera de encontrar buenos consejos en un ser que se encontraba en semejante estado.
Los intentos de Raúl por abordarle se vieron frustrados, pues ni siquiera se percató de que él estuviera allí. Al salir, pensó en lo angustiosa que era su situación, ya que el día estaba avanzado y todas sus esperanzas estaban puestas en un octogenario, que sin lugar a dudas, estaba más próximo a pedir ayuda que a brindarla.
Cuando entró a la tienda de doña “Márgara”, esta inusitadamente le ofreció un café mirándolo con lástima. Después, con disimulo le comentó que su padre había llamado dos o tres veces preguntando por él y que finalmente le explicó lo que sucedía. Raúl le preguntó si sabía de alguien que le pudiera ayudar y ella le dio varios nombres que no sonaron muy bien, pues eran los de algunos comerciantes con los que su padre había discutido ya en varias ocasiones y que no lo recordaban con agrado, pues solía ser exagerado en sus amenazas. Los pocos conocidos que remotamente le podrían ayudar estaban como el se lo figuraba, es decir, borrachos o a punto de morir por el dolor de cabeza y el malestar que dejaron los tragos de la víspera.