- Yo no sé, no me moleste – respondió Raúl.
- ¿Cómo que no lo moleste? Allá está su mamá sin plata para las medicinas y “Aledsandra” esta que se muere del hambre por que no ha comido nada
- No sea exagerada; ahí había comida esta mañana.
- “Edsagerada?” Pregúntele a Edwin y verá que no hemos comido nada en todo el día.-
Edwin asintió, como si a Raúl le importara su opinión, y después de acariciarse el mentón posó nuevamente su mano sobre el muslo descubierto de Patricia.
- Bueno, nosotros no tenemos la culpa. El trabajo esta muy difícil y mi papá no ha podido hacer nada.
- No lo disculpe, Raúl – dijo ella, que en este tipo de situaciones se comportaba como los protagonistas de las novelas que día y noche veía, los cuales para ella no eran personajes imaginarios, sino héroes de la vida real y por lo tanto buscaba imitarlos.
Después de suspirar profundamente y mover la cabeza para mostrarse desconcertada, se levantó y dijo con voz de víctima:
- Yo no sé usted que piensa hacer. Pero si las cosas siguen así, es mejor que nos vayamos y lo dejemos solo a ver si “readsiona”.
- Nosotros no tenemos a donde ir. Si usted quiere váyase, es problema suyo.
La discusión, que para ellos era un saludo, terminaría como siempre; patricia perdería el control, insultaría a todo el mundo y después iría hasta su casa y se desquitaría con su pobre hija. Raúl, por su parte, al entrar en su casa vio a su madre en estado realmente grave.
Su rostro estaba pálido y sus ojos no tenían ya ningún brillo. Ni siquiera tenía ánimo de reñir con su hijo, al cual miró con indiferencia e ignoro a pesar de los intentos de este por llamar su atención. Raúl no había conocido hasta entonces lo que era la desesperación. Ahora estaba frente a frente con ella y sentía que perdía la batalla prácticamente sin poder defenderse. Su padre, encerrado en un calabozo frío y peligroso; su madre, enferma y sin muchas esperanzas de recuperarse; su sobrina, sufriendo una mala vida a su corta edad y toda la familia próxima a perder su casa y a morir de inanición. Salió de su casa sin rumbo y caminó por varios minutos. La lluvia arreciaba en toda la ciudad que Raúl podía ver más ampliamente a medida que subía los empinados cerros de su barrio.
En sus ojos tristes y húmedos sentía gotas de lluvia y lágrimas que al recorrer sus mejillas le hacían sentir lástima de sí mismo y lo obligaban a llorar aún más, no solo de tristeza, sino también de rabia e impotencia.
Finalmente, llegó a lo más alto de aquella solitaria montaña que había visto desde su ventana; la montaña de la paz y la tranquilidad. Al verse completamente solo, se sentó en el suelo mojado y pudo llorar y desahogarse sin temor a ser visto. Nuevamente recordó a su hermano y los tiempos buenos de su niñez. Parecía que nunca recobraría la calma, pues sus lágrimas no se agotaban. Pensó que no existía en el mundo alguien más desdichado que él y que la única solución tal vez sería acabar con su vida y así no sufrir más. Ya en varias oportunidades, en su corta y sufrida vida, lo había pensado; de hecho, alguna vez lo intentó, aunque sin éxito.
De pronto, empezó a meditar en aquellos seres que para él eran símbolos del sufrimiento y la miseria con los cuales se identificaba en ese momento. A su mente llegaron las precarias clases de historia que recibió a su corta edad, en donde aprendió como muchos esclavos eran torturados por sus dueños en la época de la colonia. También recordó las vívidas imágenes televisivas de pobres campesinos desplazados por la guerra, que habían perdido sus humildes casas y en muchos casos lloraban por sus familias asesinadas.
Además, sus oídos parecían escuchar de nuevo con total claridad las leyendas que don Isaac les refería a él y a su padre en aquellas tertulias nocturnas. Por ejemplo, una de las historias que más disfrutaba don Pedro, era la de un esclavo romano llamado Espartaco, el cual huyó de la escuela militar donde recibía instrucción como gladiador y creó un ejercito de esclavos que lucharon por su libertad y se enfrentaron aguerridamente a las fuerzas romanas. Don Pedro siempre realzaba la valentía de esos esclavos que preferían arriesgar sus vidas luchando por su libertad, que seguir sufriendo el maltrato y la humillación que les imponía el poder.
Eran para el héroes que hicieron lo que el nunca pudo hacer y tal vez por eso los admiraba de ese modo; sin lugar a dudas le habría gustado poseer su coraje y dignidad. Raúl pensó en lo que habría representado en la historia el suicidio de Espartaco para no seguir sufriendo, y gracias a esto, olvidó la reciente idea que había florecido en su interior y que en más de una ocasión había considerado. También se preguntó preocupadamente si él tendría el valor de luchar como aquella leyenda, que según don Isaac, había inspirado a miles de esclavos a pelear por su libertad y que muchos años después seguía siendo halagado por su valor. Por otro lado, consideró que su situación no era tan trágica como la de aquel que para seguir con vida debe acabar con la de su enemigo; de hecho, el no era capaz de asesinar a otro ser humano. Bueno, tal vez lo haría, si su vida estuviera en peligro y la víctima fuese objeto de su más profundo odio; alguien que a sus ojos mereciera morir.