La caja gris de las amantes (“Seguiré viviendo” 45a. entrega)
La prudencia es la característica común de mis visitas. En su conversación suelen proceder con mucho tacto. Pero esta vez, sin el menor reparo, mi interlocutor me acribilló con una interpelación por completo inesperada:
–Como dicen que ya estás para morirte, debes saberlo todo. ¡No te mueras sin contarme que es lo más sabroso de esta vida!
La mirada de la mamá lo fulminó con su reproche. A mí no supo que decirme. Moviendo su cabeza de un lado para otro me hizo entender que estaba avergonzada. –Esa es –le dije tomándolo con naturalidad– la franqueza de la infancia. Con cinco años apenas, ese niño nunca hubiera podido entender la profundidad filosófica de la respuesta que intentaba darle. Pensé que el chiquillo tenía todo por conocer, yo todo por contarle. Hubiera podido darle aviso, por ejemplo, de las asechanzas que esperaban que él creciera para comenzar a derribarlo; hubiera podido aprovecharme de su solicitud para contarle toda mi experiencia. De otra parte pensé que el ser humano aprende más de sus propios yerros, y el acierto y el error son experiencias de las que no debe privarse. Reflexioné, al final, que cuando la infancia y la adolescencia se han marchado es que descubrimos en ellas los mejores años. No supe cuanto tiempo tardaron mis especulaciones, tampoco si mi respuesta iba a corresponder a su pegunta, pero tras el silencio, que de pronto imaginaron como desinterés por responderle, sin vacilar le contesté:
–La infancia. Y no te pierdas, Carlitos, ninguno de sus goces. No es habitual que los niños me visiten, y si son ajenos menos. Los de la familia son muy pocos. Estas visitas, si me atengo a las que le hacíamos en mi niñez a Ernesto, deben ser para ellos muy aburridoras. Más novedoso encuentren, acaso, mi velorio. Natalia estaba de afán, así que la visita duró poco. Me compuso las almohadas, verificó que no me hiciera falta nada, habló con las enfermeras, y creo que con los médicos, como buena mensajera que era de Eleonora; y se marchó a una cita que tenía con ella. Apenas comienza la semana, pero si estuviera terminando tampoco importaría. En esta reclusión los días tienden a ser iguales. De diferente, encuentro que hay más visitas los fines de semana y que los turnos de las enfermeras los sábados y los domingos son más largos. Llegan a las siete de la mañana y se marchan en las primeras horas de la noche. Entre semana, en cambio, unas trabajan en la mañana y otras en la tarde. El turno nocturno es diferente, indefectiblemente de siete de la noche a siete de la mañana, y día por medio. Un trabajo irrazonable que requiere aguante. En cuanto a mí, lo más destacable es que los síntomas de mi enfermedad están en calma. Hoy son un monstruo adormecido que me permite reflexionar y escribir con placidez, mi ejercicio favorito. Puedo compartir con la eternidad mis pensamientos. Tengo el aliento en el cenit. La ausencia de dolor y el hermoso día que entra por la ventana, me llenan de optimismo. ¿Optimismo? ¿Optimismo para qué?, diría Carlitos. ¿Optimismo para morir?. De pronto optimismo para enjuiciar mi vida. Siempre rehuí juzgarme ante mis semejantes, porque mi fuerte ego me sobrevalora y la mesura me cohíbe de calificarme como realmente me creo. Ese ejercicio nunca fue conmigo. Preferí siempre el escrutinio ajeno, acaso porque creo que el balance es favorable. Pude resultar anatema para algunos, pero fui paradigma para muchos. Y si modelo debí haber sido para alguien, fue para Eleonora. Me creo buen padre, y no me amparo en el amor que mi hija me profesa; los lazos filiales generan afecto a pesar de los errores. Fui buen padre no obstante los juicios de mi esposa: «Ese consentimiento arruinará a Eleonora. [...] Con su mal ejemplos se tiró a la niña». Claro que mi condescendencia y mi sobreprotección sobrepasaron la cotidianidad, pero el efecto nunca fue nefasto. Los resultados lo demuestran. Mi empeño en hacerla feliz hizo de Eleonora una persona buena. Razón tenía Oscar Wilde: el secreto para formar seres buenos es hacerlos felices cuando niños.
Hasta que fui padre nunca los infantes me importaron. Sólo esa condición me descubrió a los niños como la expresión más tierna. Antes había adjudicado a la mujer ese atributo, sesgado por su atracción tan poderosa. No fue para mí difícil tolerarlos, por el contrario, gocé sus picardías, compartí sus gustos, comprendí sus necesidades, entendí sus razonamientos y tomé partido a su favor en desmedro de todos los adultos. ¡Qué pena que en ellos se transformen, que tristeza que adquieran sus sentimientos y sus vicios! Batallé por la felicidad de los niños persuadido de sus buenos frutos en la formación del ser humano. También instado por cierto sentido de justicia al reconocer que no fue por su propia voluntad que se hicieron a la vida; que en muchos casos fueron traídos al mundo irresponsablemente; que en no pocos no fueron deseados. Estuve en pugna con el medio que les arruina su autenticidad y su virtud, que castiga sus equivocaciones excusables, que los enseña a callar la verdad, porque la confesión de una falta es más motivo de castigo que de premio. Los arrebatos de ira de mi esposa con mi hija me cambiaron mi creencia sobre la bondad de la mujer y las virtudes maternales. Observé el comportamiento de las madres, vi actitudes desapercibidas hasta entonces, y llegué a una conclusión decepcionante: el impulso maternal expone al hijo a su violencia y sólo lo protege cuando las agresiones son de extraños. Definitivamente la imagen de mi madre, no era un modelo de dedicación y amor que se podía esperar de todas las mujeres. Me di cuenta de que la ternura femenina quedaba confinada a la tersura de la piel, a las facciones suaves, al semblante hermoso, a la sonrisa cautivante, al cuerpo armónico, al gesto seductor, más que a la condición dulce y sensible. Me convencí de que el instinto materno es entelequia. Lo desdice la realidad, que nos muestra el trato cruel que con frecuencia prodigan a sus hijos, y la forma en que los aborrecen desde el mismo vientre cuando les da por afirmar el dominio que tienen de su cuerpo. Pero también la actitud del hombre depara cualquier cosa: la acción infame de quien abandona al hijo, la cruel de quien lo ignora o lo castiga, como la laudable de quien realmente lo ama. En ese paralelo entre los padres, muchas veces es el hombre el que consuela al niño, el que compensa los castigos injustos de la madre, el que soporta las travesuras que ella no resiste. Dicen que mis mimos a Eleonora echaron mi matrimonio a pique porque ahondaron las diferencias con mi esposa. Pero el despotismo del ¡no hables!, ¡no te muevas!, ¡no juegues más!, ¡acuéstate enseguida!, ¡te lo comes aunque no te guste!, amén de los castigos físicos, tenía que ser enfrentado y compensado. Alcé mi voz e hice de Eleonora el centro de la casa y una pequeña dictadora, no la eterna subordinada, como imaginan a los niños todos los mayores. Encumbrarla trajo más disgustos. Todos, decía Elisa, por ella comenzaban. Que me costó el matrimonio, no es tan cierto. La incompatibilidad y el enojo se delataban en todo nuestro trato. Los amigos me advirtieron que los hijos duran en el hogar sólo un suspiro, que en vez de pelear tanto por causa de Eleonora mejorara las relaciones con su madre, que el bálsamo para la vejez es la pareja y no la prole. Me negué al consejo, nadie más que Eleonora pesaba en mis afectos. «¡Salvo los padres, los hermanos y los hijos, todos son extraños; la esposa no se libra!», proclamé con arrogancia. Claro que mi hija creció y partió de casa. Yo me marché primero. En la soledad encontré el respiro que anhelaba. Libre y con arrestos juveniles, comencé a vivir mi hedonismo reprimido. Me pregunto que pensará Eleonora de la crianza que le dimos, que más feliz hubiera sido si más armonía nos hubiera cobijado. A diferencia de otros niños tuvo en sus padres patrones enfrentados, pero hoy ella es un modelo que tomó los ingredientes que más la entusiasmaron. Creyó Elisa que las mortificaciones debían adaptar a la niña a las dificultades de la vida adulta, yo aunque di algún valor a ese argumento, estuve convencido de que la felicidad en la infancia es la mejor impronta, y no me atreví a cohibirla con ociosas frustraciones. La veo segura, la veo dichosa, creo que tiene en su personalidad más de mí que de su madre. Me envanezco al verla, me prodiga dicha su existencia. Más hoy, que mi ánimo está contagiado de optimismo; tanto que las limitaciones de mi materia no las siento. Cosas del biorritmo que juega con mi aliento.
A pesar de mi flaqueza noto que mi cuerpo ha resistido más de lo debido. Los médicos los expresan. Pero más que mi organismo, es mi ánimo el artífice de tanta resistencia. Y más que mi ánimo, mi forma de ser descomplicada y práctica. Ni la vejez ni la muerte han trastornado mi vida seriamente. La mejor forma de enfrentar lo inevitable es aceptarlo. Contra lo imposible no vale pataleo. Calculador y previsivo, desde mi juventud elaboré el duelo de mi propia muerte; mejor aún, preparé mi cuerpo para los peores achaques de la senectud. Me adapté mentalmente para recibir el coletazo físico sin aspavientos, a sabiendas de que la mente tiene demasiado ascendiente sobre el cuerpo, y lo que éste siente carece de valor si ella lo ignora. Así llegó el momento en se distendía mi abdomen pero lo ignoraba; en que el alimento se me devolvía en fastidiosas arcadas, pero igual seguía comiendo. «Es que el organismo se parece a las personas», le expliqué a quienes por mi dolencias comenzaron a restringirme todo. «Tanto menos le exiges menos hace. Articulación que no use, se anquilosa; si a mi corazón lo acostumbro a la quietud, se fatigará cuando lo exija; si contemplo mi estómago con comidas ligeras, cuando no lo haga me castigará con su dispepsia». De todas formas ya casi todos mis órganos están amotinados, también es justo; toda la vida los tuve sojuzgados. Desde joven habitué mi cuerpo a mis desmanes. «Si claudica que se muera», decía entonces, «de todas maneras al nacer inició su carrera hacia el sepulcro».
Continuará…
Un pensamiento lleno de contrastes (“Seguiré viviendo” 47a. entrega)
Luis María Murillo Sarmiento
“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.
Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.
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