Ir a: Un deterioro imperceptible (“Seguiré viviendo” 60a. entrega)
«¿Todo lo que huele a sexo ha de ser pecaminoso?», le preguntaba José a Javier, admirado de las cohibiciones preconizadas por la Iglesia. Y la repuesta después de una larga argumentación siguió siendo la misma: «El sexo es puro dentro del matrimonio, solamente por amor y nunca por deseo». Para José, acérrimo defensor de las relaciones prematrimoniales, más aun, de las extramatrimoniales, en las que veía el amor más realizado, el pensamiento del sacerdote era anticuado, pero evitaba expresarlo con rudeza. Por eso Javier no tomó al comienzo sus críticas en serio, sino como otra de sus tantas ironías. «¡Dichosos los personajes de la Biblia!», dijo alguna vez José en una alusión sarcástica a la que Javier no le encontró sentido.
–¿De la Biblia, dices?
–De la Biblia, he dicho. De esa obra en que las amantes, la infidelidad y el sexo campean orondos sin que ni siquiera los puritanos los censuren; de ese libro magnífico del que brotan ídolos con pies de barro que hoy son venerados por varias religiones. Y puso ejemplos para que no quedara su afirmación como algo nebuloso.
–Salomón, rey de Israel, «sabio de sabios», fue hijo de David y de su amante; y señor además de muchas concubinas. Fueron sus vidas lujuria y avaricia; guerras y crímenes, que difumina la historia ante los logros de su administración y sus hazañas militares. Y que los fieles abstraídos en sus salmos desestiman cuando no lo ignoran.
–Son figuras reconocidas, pero por santos no se tienen. ¿Te empeñas en salpicar su gloria?
–Me empeño en mostrar que todos los seres humanos somos como ellos: amasijo de cualidades y defectos, de buenas y malas intenciones; y un fogón de pasiones que no siento reprobadas por la Biblia. De pronto porque su mensaje se acomoda a los propósitos de quien quiera interpretarla. Aprovechó las circunstancias para mostrar que el mundo bíblico no se andaba con vergüenzas con el sexo. Y elucubró, con base en ello, sobre los motivos de la Iglesia para auspiciar tantas limitaciones.
–Hubieran tenido algún sentido si hubieran surgido para prevenir las infecciones venéreas y los embarazos. Entendería que con la connotación pecaminosa se hubiera intentado asegurar su cumplimiento. Pero creo que fueron más oscuras o menos lógicas sus reales intenciones. Tantos siglos han pasado y el sexo no ha logrado librarse ese estigma.
Javier sonrió forzadamente, conteniendo el peso de las admoniciones reprimidas. Para él era una discusión finiquitada y su silencio la mejor arma para aplacar a un crítico dispuesto a controvertirlo todo. La mudez hizo entender a José que sus apreciaciones molestaban. Quería decirle que tras de las posturas virtuosas reina la hipocresía, que el que censura con frecuencia practica lo mismo que reprocha, que nadie debe inmiscuirse en el placer de las personas, que en la vida íntima toda intromisión es abusiva, que todas las expresiones sexuales deben tolerarse, salvo las que indisponen a la persona con las que se realizan; pero se abstuvo esperando que Javier reiniciara la conversación con otro tema.
Era el valor de la prudencia que obraba después de tantos sinsabores. De destemplanzas y ofuscaciones como las que había dejado años atrás la mención del celibato. Fue un día en que equivocadamente creyó José que Javier contra esa obligación sí compartiría sus argumentos, más aún, que vería con gratitud el gesto de convertirlo en causa propia. Y puso toda su resolución para afirmar que «el celibato es un atentado contra la libertad, una imposición que destierra vocaciones, una exigencia que atormenta hombres de fe, y que fomenta comportamientos cínicos, en que se predica lo que se quebranta». «Es un ridículo mandato de los hombres –dijo subiendo el tono de su voz–, porque no viene de Dios, procede de un concilio. Es una norma que contraría la condición humana, luego conspira contra la creación y contra Dios, que le dio al hombre una naturaleza que con esas reglas no se aviene». Cada vez más se inflamaba su discurso, y se deshacía en incontenible ráfaga que le impedía a Javier articular palabra.
«¡El celibato y la predicación no son incompatibles! ¡Peca la Iglesia inmiscuyéndose en asuntos que no son de su incumbencia! ¡La pareja y la vida sexual son asuntos demasiado personales! ¡La castidad no la practican ni quienes con vehemencia la predican! ¡Las prohibiciones incitan su quebrantamiento! ¡La abstinencia carece de sentido, nadie es mejor ni peor por observarla!» Y en el clímax de su vehemencia, «¡Basta José!», gritó Javier enfurecido. Fue la única vez que lo vio tan enfadado. Pero no sólo con Javier eran difíciles las cuestiones del placer y sexo. El tema que era ventilado con chabacanería en reuniones frívolas, se volvía tabú al plasmarlo en sus columnas. Era un problema de susceptibilidades. La defensa del placer llevaba fácilmente a rectificaciones desabridas y a malos entendidos. «¡Qué disparate, dizque hacer la apología del vicio!», le replicó un lector que no entendió que José no estaba exaltando ninguna dependencia. Y todo por discrepar de que la drogadicción fuera pecado. «¿Pecado contra quien –José se preguntaba–, si el autor es a la vez la víctima? Pecado es el daño malintencionado que se le causa a un semejante, ni siquiera el que se le ocasiona sin voluntad o sin propósito. Si por pecado el propio daño se entendiera, la misma Iglesia tendría que retirar de los altares a los santos que buscando la virtud se flagelaron. Es que el absurdo a veces se nutre del pecado. Hasta una falta cargan a su espalda quienes no han nacido, tan original como su mismo nombre: ¡Imaginar que por una impertinencia de Adán, quien no existió, nadie nace libre de pecado!»Aquella tarde, mientras esperaba que lo llevaran al tomógrafo a un examen sin objeto, de esos que se prescriben a los moribundos ante la vergüenza de no ofrecerles nada, o si acaso una asistencia demasiado austera, José le dio otra mirada a un documento que tenía que ver con esas remembranzas. «Consciente o inconscientemente el hombre busca el placer y huye del dolor. Por puro reflejo evita el estímulo nocivo e instintivamente busca el placentero. El hombre nació para el placer, es la finalidad primordial de sus sentidos. No vale la pena reprimirlo, tarde o temprano lo refrenado se libera y explota cual tuerca que no aguanta más ajuste. [...] Reconozco en el erotismo la cúspide del placer, y no lo veo como pecado. El pecado no reside en el gozo sino en la intención de causar daño, y el placer sexual no se erige propiamente sobre el mal ajeno. A quienes anatemizan con sus juicios moralistas, no queda otro camino que ignorarlos. Sus juicios son más errados que los de los demás mortales. ¿Qué razón hay de seguir sus sermones vehementes? Las relaciones del hombre con Dios son personales, las rige su criterio, no los pareceres de sus semejantes».
Habían pasado los años pero para José los argumentos no habían perdido su vigencia. Los ratificaba con serenidad, proveyéndolos del sosiego que de pronto no había tenido al redactarlos. La calma y el tiempo solían refrendar la objetividad de sus artículos aunque hubieran brotado bajo el efecto de un estímulo incendiario. El uso de términos tajantes y absolutos, como siempre, nunca, jamás, todos y nadie –que acababa de leer en su columna–, eran una forma de enfatizar cuando escribía, pero una generalización rotunda inaceptable, que desapareció cuando su madurez lo hizo conciente de que toda afirmación guarda sus excepciones.
Luis María Murillo Sarmiento
Ir a: El triunfo de la medicina (“Seguiré viviendo” 62a. entrega)
“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.
Por su extensión es publicada por entregas.
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