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Don Fructuoso Hernández y sus llaneros partieron rumbo a otra guerra para combatir a los godos. El cura desde el púlpito hizo llamamientos a sus fieles pidiendo colaboración, con lo que pudieran, para sostener el ejército de la legitimidad “...que debe vencer a los liberales masones, enemigos de Dios y de su Iglesia...”, con su labia de orador sagrado logró recaudar una buena cantidad de dinero representada en prendedores, cruces, anillos, aretes y pendientes, gargantillas y collares de oro y plata, los más piadosos contribuyeron a la causa con sus sortijas de matrimonio. Julio Mantilla, uno de los primeros diez llaneros, descubrió durante una de las batallas un pelotón de indios ojiazules y mechimonos  que huyeron ante su invulnerabilidad dejando en el terreno algunos muertos por los machetes y lanzas liberales. “Maldita guerra, pensaba, donde se matan hermanos de la misma madre que es la patria”. A su regreso el médico Ángel le explicaría: “En los albores de la historia de la nación unos alemanes de la patria de Fritz Von Walter, que eran conquistadores de la misma época que los españoles, vinieron recorriendo el llano desde el país vecino y trajeron las primeras gallinas y al pasar por el Río de los tembladores dejaron fundado un pueblo que llamaron San Antonio y un español agregó “de los mechudos” debido a que los indios de los alrededores usaban largos los cabellos. Encontraron a muchas indias jóvenes y agraciadas que les sonrieron y como llevaban tanto tiempo sin tirar y aguantando ganas, Von Nicolás Federmann,  su capitán, les dijo: “Indias a discreción” y ellos: “Como ordene capitán” y se comieron cuantas indias pudieron, claro que lo dijeron en alemán; desde entonces en esta región abundan los llaneros de ojos claros, rubios y blancos.

El doctor, a pesar de ser conservador y de la familia del párroco tomaba parejo con todos: conservadores, liberales, radicales y federales, aún en tiempo de guerra y eso hacía que todos sin distingo lo estimaran. Examinaba, recetaba, curaba y atendía a cuanto paciente le ponían ante los ojos y si alguno carecía de los medios para pagar le decía:” Mucho lo bueno mi señor, cuando pueda me paga...” También acudían a preguntarle sobre variados temas porque sabía mucho y venía de la capital. Para muchos campesinos la ciudad era otra mentira de las personas importantes. A las tres damas se les disminuyó el olor de santidad pero les aumentó el brillo de sus aureolas que exhibían con orgullo en la misa mayor de los domingos; las otras misas, pensaban, eran propias de la indiada y la guacherna, esta última palabra la aprendieron en uno de sus viajes a la capital donde sus aureolas no se veían como signo de santidad sino de locura y las silbaban y hasta les arrojaban piedras por la calle. “Hasta liberales serán estos pendejos”, pensaban, “pero en nuestro querido Quente la gente si sabe distinguir  a las personas de Dios y respetar; es por eso que nuestro amado Monseñor Querubín nos hace flotar con su mirada porque tiene la santidad infusa que mi Dios le dio.

En su sabiduría distribuyó los sitiales en la iglesia por orden de importancia. Los primeros reclinatorios son los de nosotras, después los Villalba, menos Ananás que se volvió compadre del ateo; los Sabogal con don Flaminio y la señora Presentación a la cabeza, vigilantes de los novios eternos de las dos familias, dicen las malas lenguas que si llegan a casarse no tendrán hijos sino nietos, eran Julia y Pedro Villalba ennoviados con Sofía y Mario Sabogal, bastante menores pero solo ellos eran aceptados por el cura y las beatas como dignos de la prosapia de los Villalba; después la familia León y el primer matrimonio que unió José María entre Angelina Sabogal y Carlos María Reina que tuvieron como veinte hijos porque la mujer debe estar sometida al varón y darle muchos hijos como ordena la madre iglesia y el mandato bíblico de “Creced y multiplicaos”; seguían los Moreno, los Guevara y los Mora, que no son de los mismos de San Antonio, donde los indios son ojizarcos porque los alemanes de la conquista se tiraron a las indias en los albores de la patria, ni de Santa Úrsula donde tiene una moza el hereje”.Seis meses después del regreso de la guerra con los siete llaneros sobrevivientes al regreso lo esperaba Clotilde en el parador de las mulas con un bultito en los brazos.

“Es Francisco”, dijo. “Bueno”, dijo él, la montó en ancas del animal rojizo llamado “Llamarada “y echó rumbo a la casa seguido por sus hombres sudorosos, olorosos a licor, pólvora y vientos de guerra, cabalgando al paso de sus monturas y echando escupitajos de rabia en el polvo hirviente de la tarde mientras jugaban a darle machetazos a los sueños perdidos que vagaban sin rumbo y saltaban sobresaltados y temerosos provocando carcajadas.

Ella le dijo: “Antes de llegar a la casa quiero comentarle algo importante”. “Bueno, cuente” dijo él. “Venancio se nos fue”. “Pues hacemos otro”. “No le importa nada”, replicó ella. “Más vi morir en la guerra”. Ella dijo ¡Ah! Y calló.

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