Ir a: Los hinchas del santo padre (1)
Continuación de la novela... Por capricho trasladé el realismo mágico del Mar Caribe a las hermosas llanuras de los Llanos Orientales de Colombia.
No todos en el poblado sufrieron con la misma intensidad la impresión de la llegada del padre Querubín con su estampa arcangélica y su aura dorada celestial. Fructuoso Hernández permaneció pensativo, acostado en el lecho de medio lado, apoyando su cabeza en la palma de la mano derecha, mientras su mujer del momento bajaba hasta la plaza a enterarse el porqué los mosquitos de sonido volaban liberados por todas partes picando en los tímpanos y haciendo ronchas en las orejas.
En la semi penumbra del cuarto con las ventanas cerradas, que no pudieron abrir las órdenes mentales del cura, Clotilde Huérfano había alcanzado a distinguir un sueño perdido que reconoció de Silverio Reina porque era una ensoñación de fornicación pudibunda, haciendo el amor casi vestidos, de noche y sin luces: así se lo había propuesto varias veces y de tantas maneras, matrimonio incluido, que ella rechazó a causa del amor inmenso que profesaba por su hombre. Ella no sabía que él, años después tendría seis mujeres en seis pueblos y con seis hijos vivos en cada una (Condición que les impuso, riendo) engendrados durante la misma época de luna creciente, para tener sixtillizos en distintas mamas jajaja...) mientras mostraba la hermosa dentadura luciferina en el rostro moreno, tostado por el sol, con dientes de antropófago blancos, relucientes y mortales.
Cuando sonaron las ventanas chirriando sin abrirse y zumbaron los mosquitos Fructuoso y Clotilde sintieron apenas un cosquilleo desde la nuca hasta el huesito de la risa. Mientras los demás se estremecían hasta los tuétanos continuaron con su entrega pasional hasta quedar rendidos; él la abrazó y le susurró en el oído mientras le mordisqueaba el lóbulo: “Mi amor, vaya a ver que es la vaina”, ella estiró los brazos desemperezándose, se vistió mientras llamaba a su hijito Venancio que dormitaba en un escaño del corredor y caminaron juntos en dirección al centro de la población.
Las tres componentes de “La tertulia cotidiana” casi nunca dormían la siesta. Pasaban el tiempo en medio de rezos y comentarios de los chismes del momento; eran el poder vigilante y milagroso adjudicando o quitando enfermedades a discreción; desunían parejas en concubinato y concertaban matrimonios; celebraban bautismos en ausencia de párrocos y, en fin, todo lo relacionado con lo sagrado estaba tan ligado a ellas que en si mismas llevaban desde esta vida un acentuado olor de santidad. Nacieron viejas, con edades eternas y ningún anciano de la localidad las recordaba más jóvenes, siempre de la misma edad. Nacieron ancianas con edades eternas, como corresponde a los auténticos representantes de Dios en la tierra y eran al mismo tiempo jueces y verdugos de los pecados con que ÉL quiso probar al género humano; tenían aureolas de santidad que usaban en el pueblo durante las solemnidades y evitaban usarlas entre muchedumbres desconocidas porque su fulgor sobrenatural cegaban a los presentes y las hacía visibles en centenares de metros a la redonda. En la capital la guacherna miraba las aureolas como indicio de locura y en medio de hilarantes rechiflas les arrojaban cáscaras de frutas, huevos podridos, bacinadas de orines por las ventanas y hasta piedras les tiraban los chinos de la calle.
Las tres escucharon al unísono el flotar del sacerdote desde el parador de las mulas, el abrirse las puertas y ventanas, el repique de las campanas seguido por el despertar conmocionado de los habitantes de Quente, pero continuaron imperturbables la actividad que las ocupaba; igual hubieran permanecido ante la visión del sueño de vigilia de Sibilina acompañando al Padre. Eran tres mujeres olímpicas deificadas dentro de su orgullo acompañado por ese olor de santidad que las circundaba igual que la niebla eterna de los páramos visibles en lontananza. Fueron ellas las autoras de los cambios interminables de párrocos y alcaldes; ellas las culpables de muertes inconcebibles como la de la misma Muerte, que resucitó al tercer día más muerta que nunca para nunca más vivir, después de hacer un pacto de inmortalidad con ellas y con el recién llegado. Sólo ellas y don Fructuoso, su enemigo irreconciliable por liberal y adúltero, no se conmovieron con el mismo temblor interno que afectó a los demás ni se sintieron atravesadas por la mirada distante y telepática ni conocieron el frío glacial en los órganos genitales ante su presencia (que sí afectó a Clotilde) ni los deseos apremiantes de orinar a causa de las acusaciones furiosas que el hombre de Dios lanzó contra todos y se las gritaba elevándose del piso cada vez que levantaba la mirada al cielo. Él, supo de inmediato que no se hallaban al recorrer con la mirada inquisitiva la muchedumbre. Conoció hasta los pensamientos más ocultos de sus parroquianos, recorrió los laberintos intrincados de sus cerebros, desempolvó pensamientos olvidados e iluminó rincones a donde jamás llegaría la luz de los conocimientos, vio caras y reconoció caracteres pero encontró el vació de personas que desatendieron el llamado de su poder.
El pueblo entero tembló de miedo ante el destello de esos ojos sobrenaturales, parpadeó deslumbrado ante el refulgir con cambio de colores de su aura dorada y esperó tembloroso el torrente de palabras que lo iba a envolver como una riada gigantesca. Clotilde Huérfano era en estas fechas la mujer de turno de don Fructuoso (por decirlo de alguna manera) y se convertiría, sin ella saberlo, en la primera de las seis de los seis pueblos. Bajó corriendo las cinco cuadras que separaban la casa de su marido de la plaza con su hijito detrás; en esa época su hombre no era tan importante como llegaría a serlo años más tarde cuando acumuló tanta plata que hasta le prestaba al gobierno, en ese momento contaba con la mayor fortuna de Quente y sus alrededores. Pasaba el tiempo entre sus negocios, los gallos de pelea y las jóvenes campesinas que visitaban su lecho en los mediodías calurosos y pegajosos cuando estaba lejos del pueblo, en alguna de sus haciendas y de las señoritas beatas rezando y los niños de teta mamando.
Hacía cinco años estaba un poco alejado de los quehaceres de la cintura para abajo, decía riendo, porque apareció ella para entregarse en eternidades agónicas que lo hacían quedar sin alientos y dormido como un santo, reía él en su oído. Clotilde recordó muy lejano el día de su Primera Comunión en sus evocaciones de mujer veinte añera a quien su pareja tenía convencida de estar queriendo como a ninguna en la vida, se acomodó la pañoleta floreada y disminuyó el paso con el corazón desbocado ante la cercanía de esa voz que le metía tembladera en las corvas y premura en los riñones, atisbó desde la esquina de la tienda de Salvador González, escuchó el gruñido fiero de los perros y cuando volteó a mirar Buziraco, el más feroz de los animales del alemán Fritz Von Walter, saltaba sobre su pequeño hijo, el menor de los tres que tenía su esposo por ahora y el único con ella. Todos estaban arrodillados, medio cegados por los resplandores emanados de la santa persona del cura Querubín, temerosos de sentirse arrastrados por una corriente demoníaca que los depositaría en los profundos infiernos, vociferaba el prelado, cuando escucharon el sonido de un torbellino salido del fin del mundo, el llanto dolorido de una criatura y el rugido de treinta y seis demonios enfurecidos atacando la carne pecadora. Sólo cuando escucharon el grito de Clotilde retornaron a la realidad espantosa por lo inconcebible; al principio fue un clamor ahogado y luego desgarrador para los oídos delicados a causa de las picaduras; se escuchó un alarido inhumano con gemidos de selva y clamor de alma en pena cuando las únicas palabras que se le escucharon a la pobre madre fueron “Virgen santísima, me mataron al niño estos perros hijueputas” y luego el llanto raudo, incontenible, silente y desbocado.
Ella sería la primera persona en acusar sin palabras al sacerdote por la muerte de Venancio, destrozado por los perros de un alemán sin patria, sin mujer y con dos hijos que mantenía enjaulados y se comunicaban ladrando como forma natural de expresión. Un alemán que apareció quien sabe cuando y se metió en una de las casas de mi marido Frutos porque la encontró desocupada y él, cuando lo supo alzó los hombros y dijo “dejar unos días ahí a ese pobre güevón mientras la arriendo” pero este la llenó de perros poco a poco y después nadie se atrevió a sacarlo. Algún vecino mal intencionado corrió el rumor que al europeo no le gustaban las hembras y que los hijos que tenía cautivos los había engendrado con una perra pastor ovejera que, dizque, dormía con él y se querían mucho; “mierda de la gente, decía Fructuoso y soltaba una de sus carcajadas, antes de la muerte de su niño y de culpar al cura mal parido y al catire cabrón dueño de los perros que voy a capar como a mis animales”
Las tres beatas suspendieron sus labores de tejido y orales cuando dejaron de zumbar los mosquitos escapados de las campanas, flotó más pegajoso el vaho de temores y su olor de santidad alerta se tornó más penetrante; sus atenciones se agudizaron al sentir la vibración espiral de remolino, el gemido de una víctima propiciatoria y el rugir de tres docenas de demonios furibundos, sintieron náuseas causadas por el olor de sangre fresca y se horrorizaron con las palabras de Clotilde, “¡Blasfemia!”,dijeron en coro y se santiguaron sin moverse de sus asientos, Aminta Villalba, la más imponente dijo “oremos por el perdón para nuestro pueblo y borrar de los ojos de Nuestra Señora las lágrimas que debe estar derramando por causa de esa mala mujer y, ojala, que su Santísimo Hijo la condene...”; en medio del murmullo de oraciones se diluyó el tiempo de las tres señoritas mientras esperaban el mensajero que debía traerles toda la información que creían merecer, sin levantarse de sus sillones. Sibilina las observaba desde su puesto detrás de la puerta principal de la casa cural, su marido no regresó para darle la autorización de presentarse ante el sacerdote o salir a la calle; ella fisgoneaba los habitantes del pueblo reunidos al frente de la iglesia y al cura con los ojos físicos y a las señoritas importantes, a don Fructuoso y al alemán con los ojos de sus sueños conscientes. Encontró ensoñaciones en los zarzos y los rincones sombríos, refundidos desde la hora de llegada del eclesiástico, los tranquilizó llamándolos por sus propios nombres porque en sus sueños si poseía el don de la palabra hasta cuando tropezó con dos inidentificables, desconocidos y absurdos, tímidos y escurridizos que no parlaban lengua de cristianos sino gruñidos indescifrables ; estaba tratando de comunicarse con ellos cuando vio de manera simultánea con sus dos pares de ojos el ataque de los perros desde dos puntos diferentes convirtiéndose en la testigo más idónea para cualquier juzgado humano si el hecho hubiera ido a juicio. La otra persona que vio todo desde el principio fue el párroco en tanto su mirada centelleaba y su halo cambiaba tonalidades y su cuerpo se suspendía a varios centímetros del piso. Clotilde presenció desde el salto de Buziraco seguido por Lucifer, Barrabás, Satanás, Herodes, Caín y los demás perros con los dientes desnudos sobre el niño pero nunca vio lo que si presencio Sibilina y que jamás hubiera podido contar a causa de su mudez eterna: como se abrieron las jaulas de los animales solas, como movidas de voluntad propia, luego la puerta del patio y por último la de la calle; los perros, amaestrados, no salían esperándola orden de su amo pero, de pronto un chasquido de látigo espiritual los azuzó y una voz autoritaria del cielo los obligó a salir en tropel silente.
El nuevo día amaneció nublado, triste y lleno de presagios; el niño recibió sepultura en el solar de la casa de su padre porque el cura negó un espacio en el cementerio: “es un irrespeto, dijo, enterrar en lugar sagrado a una persona, así sea un niño, que no haya recibido la gracia del bautismo; además sus padres viven sin la bendición de la Madre Iglesia”. Estas palabras despertaron muchas sospechas entre los liberales porque ¿cómo diablos sabía esto si acababa de llegar?. Se cumplieron dos horas exactas cuando pronunció lo que dijo y desapareció por la puerta grande del templo mientras sus feligreses se paraban con las rodillas doloridas y el alma asustada; los gallinazos se descongelaron en las alturas y descendieron raudos sobre el cadáver. Sibilina temblaba dentro de su mundo silente y su analfabetismo y no percibió al sacerdote como demonio, como le ocurrió a su marido, si no un santo varón, el más terrorífico que pudo enviar mi Dios a este pueblo sin fe; diez años sin prelado permanente porque el último que llegó, hacía cuatro años, sólo alcanzó a unir en santo matrimonio, durante la misa mayor del domingo, a Carlos Guevara con Amanda Moreno y a bautizar a los tres hijos de Ananás Villalba que apadrinó don Fructuoso. Lo regresaron a la Arquidiócesis las tres señoritas por considerarlo muy joven. Otro enviado de la capital se desbarrancó en una sima sin fin y jamás fue encontrado; afirman que hasta nuestros días sale al paso de los viajeros nocturnos que cruzan el páramo flotando muy triste y solicitando compañía; aseguran que si alguien se arriesga y habla con él lo encamina hasta el sitio donde enterraron un gran tesoro los indios para salvarlo de los conquistadores españoles pero, hasta hoy, nadie se ha arriesgado.
Los primeros en asomarse a la calle al día siguiente encontraron las calles cubiertas de ceniza, los andenes, las plantas, las casas estaban cubiertas por ella; los potreros, los platanales, los árboles frutales; las gallinas, los cerdos las vacas, todo estaba saturado por el polvillo. Las beatas dirían luego, que la lluvia de ceniza había durado toda la noche y se oía caer como si fuera pasos de ángel sobre los tejados y el piso y que los truenos sonaban como suspiros de llanto silencioso muy melancólico. Nadie recordaba fechas. Desde diez años atrás no habían tenido cura fijo, no celebraban domingos ni festivos y los pocos alcaldes recordados fueron extraños que pasaron sin pena ni gloria por razones políticas y sólo se preocuparon de cobrar sus honorarios, cuando les pagaban, multar y amonestar a los borrachos escandalosos y de vez en cuando encerrar a un abigeo, tomar trago, dormir la siesta y tratar de enamorar a una de las niñas solteronas con la que nunca se casaban y la olvidaban tan pronto partían con otro rumbo. Entonces, como nadie marcaba acontecimientos, ninguno llevaba datos confiables del tiempo y todo se desarrollaba según las temporadas de lluvia para las cosechas y el verano para marcar el ganado. Claro que esto del invierno y el verano no lo entendía nadie; la única diferencia era la lluvia del invierno porque el calor permanecía inalterable durante todo el año y como un chiste de la naturaleza, a veces, en cualquier momento de un verano inclemente te desgajaba un aguacero que inundaba los potreros y desbordaba los ríos. Las celebraciones familiares como cumpleaños, aniversarios y otras las organizaban las mujeres por aproximación, se confiaban a las señales de la naturaleza como la luna llena, las épocas de celo de los animales, las inundaciones y las sequías; y las celebraciones y fiestas no tenían tanto de celebración como de encontrar motivos para romper la monotonía y dar tema para chismes y habladurías hasta la próxima congregación alrededor de las hogueras con asado de carne, conjuntos musicales llaneros y bebidas a discreción que aprovechaban los jóvenes para enamorarse y concertar citas para mañana, la próxima semana, el otro año o la otra vida lejos de las miradas de los mayores y las beatas.
Los hombres maduros, además de las faenas agrícolas y ganaderas, tenían las riñas de gallos para sacarse del cuerpo el aburrimiento y los echaban a luchar a muerte en ruedos que improvisaban en cualquier sitio y hora menos las dos que duraban las siestas del mediodía. Es curioso, pensaron casi todos, pero hasta la muerte violenta de Venancio ninguno se había dado cuenta de que nadie más había muerto en Quente durante los últimos diez años. La ceniza olía a ramos de procesión religiosa y a penitencia forzada. La noche anterior no salieron los sueños de pecado a vagar en el entorno nocturno y extender su vaho pestilente de amores clandestinos. Clotilde derramó lágrimas silentes e insomnes; don Fructuoso masculló su rabia perpetua contra los godos durante estas primeras horas de dolor acompañándose con mucho aguardiente; las tres mujeres de mantillas españolas y recetas de cocina extranjeras rezaron su decepción y despecho, con todo el rencor de sus edades eternas, por no haber sido informadas oficial y dignamente de la llegada del párroco y los acontecimientos, a pesar de que los conocían, igual que sabían todo lo importante que ocurría pero, la falta de comunicación directa e inmediata, en la forma debida, les tenía profundamente herido el orgullo. Hubo ceniza con olor de ramo bendito y pesadumbre porque fue la señal escogida por José María Querubín para marcar su llegada y conmemorar el miércoles de Ceniza antes de imponerla sobre las frentes de los fieles arrepentidos y medrosos ante su poder que desfilaron cabizbajos hasta el templo, preocupados por lo sucedido ayer, recordando algunos que en el trascurso de diez años el santuario abrió sus puertas dos veces: para el matrimonio de un Guevara con una Moreno y cuando el bautismo de los hijos de Ananias que fueron apadrinados por Fructuoso y tuvimos fiesta con músicos traídos de la capital, los mejores conjuntos de por acá y unos señores que servían en platos y con cubiertos “para que los indios de Quente coman decentemente aunque sea una sola vez en su puta vida... ja, ja, ja...” Mataron los lechones cebados y las terneras predestinadas para la fecha; fermentaron chicha y guarapo y llegó el champaña que causó risitas maliciosas entre las señoras quienes opinaban que si no fuera por las burbujitas y el picantillo en la lengua se confundiría con orines de chino chiquito ji, ji,, ji...
Hoy iban todos a la iglesia acosados por mariposas de muerte que salían de las campanas como si estas lloraran por Venancio y esto no era cierto, tocaban lastimeras para recordar a los vecinos del villorrio que formaban parte de la comunidad Católica, Apostólica y Romana; que tenían a la cabeza de la parroquia a un sacerdote enérgico que se encargaría durante la cuaresma de que no olvidaran su condición de feligreses porque marcó en las frentes de cada uno de ellos una cruz de ceniza por cuarenta días y que cambiaba su color de acuerdo con los pensamientos, apetitos y emociones de cada uno de los fieles. Después se comentaría que si del patrón la hubiese llevado la mantendría roja, la señal de la lujuria. Las tres beatas tampoco asistieron a la imposición de la santa señal pero mi Dios que es tan grande les hizo nacer a cada una su cruz personal de plata en medio de la frente, para distinguirla de la señal dorada de su ministro en la tierra. Durante cuarenta días los pueblerinos supieron las mayores debilidades de sus amigos, conocidos y vecinos con solo mirarles a la cara porque el sacerdote desde el púlpito se encargó de explicar los diferentes significados y se ensañaba contra los lujuriosos, que no podían ocultar su vergüenza, y les repetía a todos que “el signo de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo cambia según lo que piensa y siente cada cual y que los envidiosos tenían cruz verde; los de alma traidora como Judas amarilla verdosa y Filiberto Sabogal, que un día la tuvo de ese color, soportó durante toda su vida el sobrenombre de “Judas”; los lujuriosos y contraventores del sexto mandamiento roja (esto hizo historia y hasta muchos años después a las personas lascivas, en especial a las mujeres, para avergonzarlas se les decía: se le nota la cruz roja); los glotones la portaban anaranjada y los perezosos de color mierda. La calidad y tamaño del pecado se reconocía también por la intensidad y luminosidad del color pero, de todas, la más luminosa era la señal dorada del cura con destellos dorados y brillo refulgente que aumentaban cada día; eso nos hizo pensar, sin decirlo a nadie, que su pecado era la soberbia y Dios se ponía contento por ello porque su cruz era cada día más hermosa; en igual forma nos convencimos de que Dios se satisfacía con el orgullo de las señoritas porque sus cruces de plata eran en igual forma bellísimas. Por fin se encontraron durante la cuaresma pero, antes del encuentro personal, tuvieron entrevistas durante algunas noches mediante sueños nocturnos. En estas fechas de las casas salían ensoñaciones sin el vapor maloliente del pecado que abundaba antes de la llegada del clérigo y saludaban a sus sueños al verlos pasar rumbo a las residencias de Aminta Villalba, Anastasia Sabogal o Ambrosia León, sólo que los moradores no recordaban en la vigilia lo que vieron sus sueños escapados durante el descanso de la noche y los cuatro personajes santos se cuidaron de no dejar escapar, por si acaso, ninguno de sus encuentros.
Cuando habían transcurrido unas semanas del episodio del niño y los perros, los pueblerinos quisieron linchar al alemán instigados por don Hernández pero el cura en persona impidió el atentado ordenando perentoriamente retorno a los hogares y labores bajo pena de irse en forma directa para los profundos infiernos sin remisión y todos: “Si padre, como ordene padre, como diga su reverencia...”y el fulgor violáceo de la ira que llevaban en la cruz frontal se fue atenuando, apagando, disminuyendo hasta adquirir el tono gris natural de la ceniza. En los ojos del papá amargado el violáceo permaneció con deseos violentos de venganza contra el prelado y el maldito dueño de los animales asesinos. Como cuentan los libros de crónicas de los españoles que nos conquistaron, acerca de las lluvias raras del Nuevo Mundo, esa noche llovieron sapos de todas clases y tamaños que taponaron las acequias, llenaron los caños y taparon las letrinas de las pocas casas donde existían, se comieron los fastidiosos mosquitos de sonido y las mariposas de duelo que salieron de las campanas y dejaron huevos para llenar el vacío en las campanas que tocaba Casimiro; este seguía pensando que la sonrisa del párroco era satánica y ahora, también percibía demoníaca su mirada cuando defendía al don Von Walter ese que era otro diablo porque si no sus perros llevaban nombres de personaje malo y, además, a él no lo amonestaba por su inasistencia al templo de Dios; y, concluía el sacristán, con don fructuoso eran los dos únicos varones sin cruz en la frente. Fritz Von Walter, católico en su natal Alemania, se unió en matrimonio por la iglesia católica en una capilla del Caribe y mandó sus creencias para el carajo después de que su mujer, una mulata del trópico con candela entre el cuerpo, se aburrió de sus caricias glaciales nórdicas y se perdió con el cantante de una orquestilla de cabaré por alguno de los rumbos sin fin de la rosa de los vientos y le dejó dos niños blancos y rubios como él y con cabellos ensortijados y labios llenos.
El germano enrumbó hacia el interior del país; alejándose del mar y buscando un territorio ardiente con calos de alma y piel de mulata que le destrozara el corazón, conservándola en los recodos de los pensamientos y encontrándola en las siestas de cada mediodía con ahogos de ansias reprimidas. Para Sibilina esta era otra desconocida quien en sus recorridos diarios la veía salir por una de las ventanas de la vivienda del teutón opulenta, sexual y atractiva como el más obsceno y deseable pensamiento; la observaba flotar tomando la dirección del mar lejano de sus perdiciones y traiciones después de visitar a sus hijos encerrados en una jaula para fieras y defecaba en los sueños de su ex marido a quien jamás amó pero se casó con el instigada por las amigas que insistieron en su condición de extranjero y debía tener plata; claro, pues se unió con él por el sagrado sacramento y que extranjero de nada, igual de varado a los de aquí y más flojo en la cama. Y llovieron sapos durante toda la noche, las santonas dijeron al día siguiente que la lluvia sonaba como cuando cagan las vacas, perdónanos Dios nuestro la palabrota, se escuchaban como aplausos de plasta y los truenos resonaban igual que pedos gigantescos de mula subiendo una cuesta con carga. Las gallinas y los buitres se ahitaron comiendo anfibios y pusieron los huevos verdes igual hicieron los loros y los gabanes y las garzas y las paraulatas y las corocoras y cuanta ave tenía la capacidad para engullir un animal de estos se indigestó; empollaron los huevos y los polluelos nacieron verdes igual que los loros y con tendencia a nadar en cualquier charco por lo cual murieron ahogados por millares hasta cuando el cura los bendijo y les devolvió sus condiciones naturales. Un año después, pareciera que celebrando aniversario y no conociera otra gracia les repitió la lluvia de anuros, de súbito la interrumpió y continuó con culebras devoradoras de sapos que los engullían en tal cantidad que parecían preñadas, con preñez agónica.
Casi todos los años por la cuaresma mandaba una lluvia de algo que no era agua, hasta nuestra época juvenil de estos años cuando el padre Querubín con su edad perdida en el tiempo, en su reino irreal y etéreo sólo causa temores a quienes padecen sometidos a su yugo; nos cuentan los ancianos que tienen la facultad de verlo que ordena lluvias que contradicen la naturaleza y comentamos que, ojalá, no les haga llover mierda porque se joden. Ninguno recordó jamás con exactitud del instante del encuentro de cuerpos presentes entre el párroco y las señoritas. Todos esperaban un enfrentamiento histórico cuando, un domingo, se aparecieron ellas en la misa mayo vestidas con los trajes de visitar al señor arzobispo con la iglesia colmada de fieles y el padre mirando hacia la puerta grande; desfilaron por la nave central en calle de honor, los hombres a la izquierda y las mujeres a la derecha, directo al altar y todos pensando se armó el problema cuando él, José María Querubín, las miró con su mirada de cielo y las hizo flotar hasta el presbiterio donde se hallaban tres reclinatorios pontificales bordados con hilos de oro y plata por artesanos de pueblos lejanos en años aun más remotos; pasaron inundando las naves laterales con su olor de santidad, saludaron al vicario de Cristo en la tierra con un beso respetuoso en el anillo sagrado, sin arrodillarse como los demás mortales, y cada una, se acomodó en el propiciatorio correspondiente marcado con su monograma personal que ya no abandonaron por los años de los años ni cuando la muerte asustó a Anastasia Sabogal y ellas, con sus poderes unidos a los del cura la dejaron resucitar con la promesa de no volver a dejarla morir, hasta que muriera de vida natural , o sea nunca, o que alguien jurara amarla por toda la muerte.; hasta ahora, la promesa se ha cumplido porque ninguno de los del pacto ha muerto ni está vivo... y la muerte, menos. Sibilina en su memoria de silencio guardaba los fulgores de la mirada del clérigo, las sonrisas sin tiempo y los olores de santidad de las señoritas, la mirada de inquisidor y el aura luminosa que causaban admiración y espanto a los fieles, los colmillos de treinta y seis demonios que se convirtieron en los guardianes de su poder, la desaparición de don fructuoso y el extravío cada vez más frecuente de sueños siesteros que no lograban retornar a sus dueño.
Los poderes crecientes del enviado de Dios la llenaban de alegría por sus creencias católicas pero le infundían miedo por los pobres infractores sin perdón del tribual divino que multiplicaba su mirada inquisitiva para encontrar las almas, seccionarlas y analizarlas metafísicamente y dar un veredicto, siempre condenatorio; la pena, en todos los casos, siempre la imponía el hombre bendito. Cuando reapareció el patrón de Quente se convirtió en el mayor infractor pero jamás compareció ante el tribunal; quien sabe si por sus influencias políticas en la capital o porque regresó de su viaje incógnito con diez muchachotes llaneros de tamaño heroico con sendos machetes colgando de la cintura y escopeta al hombro, dizque para dedicarlos a la agricultura y ganadería en sus tierras desde las estribaciones de la cordillera hasta los confines selváticos de sus posesiones. No tenían brillos maravillosos en cruces de cuaresma ni halo luminoso ni olor de santidad pero emanaban sin proponérselo una imagen de machos fuertes, valientes y corajudos que permitió a su jefe echarse un pedo oloroso en las propias narices del cura que ya era considerado santo y a las señoritas beatíficas para que reafirmaran su concepto acerca de él: un ramplón, ordinario, irrespetuoso y descreído.
Al día siguiente los madrugadores a misa encontraron a Buziraco, el perro más querido del alemán y líder de la jauría, desangrándose como un pavo degollado, colgado de la fuente central de la plaza todavía con palpitaciones de vida. Lo consideraron como lo que era, una advertencia; lo salvó el cura para demostrarle a todo el mundo sus poderes taumatúrgicos y aquí empezó una época de terror. Durante los cuarenta días de la cuaresma don Hernández, así lo nombraban algunos, permaneció alejado del poblado; recorrió muchos kilómetros de los Llanos Orientales internándose por los morichales hasta los confines del horizonte y encontró a diez machos dispuestos a trabajar para él duchos en vaquería, labores del campo y temibles en la lucha. En algún momento de este recorrido decidió rodearse de una familia numerosa y concretó en cinco pueblos, distintos del suyo, a cinco mujeres para procrear hijos: En Quente prosiguió con Clotilde, la mujer que de veras amaba, en honor de Venancio, asesinado por los perros, el hombre dio orden a sus mujeres que el primer hijo varón que le pariera cada una llevara el nombre del difunto y curiosamente la primera en dar a luz fue Clotilde y su Venancio nació sietemesino, sus medio hermanos nacieron después de gestaciones normales y recibieron el calificativo ordenado por su progenitor y el apellido de su madre correspondiente, “para evitar confusiones”, aclaró su papá. Vio a sus hombres manejando el rejo de enlazar y domando potros cimarrones y coleando reses y esgrimiendo el machete y disparando y bebiendo días enteros sin parar, acompañados por la música bravía del llano interpretada con requinto, bandola, sirrampla y carraca; los observó tumbando becerros para marcar y castrar y les dijo “ustedes diez son un ejército, qué carajo, y se van conmigo para lo que salga” y ellos: “Bueno, patrón, por ser con usted, porque usted es un varón que tampoco se aculilla ante nadie”. Montaron en sus caballos a puro pelo, como montaban los hombres de la libertad de la patria, varias décadas antes, y se hundieron en la lejanía con el sol del atardecer tragados por el horizonte, hacia la noche.
El cura impuso la costumbre de los primeros viernes de mes obligatorios, el escapulario bendito que vendían las beatas, los hombres a la izquierda y las mujeres a la derecha en el templo, para evitar tentaciones, y estableció un orden jerárquico en la distribución de los reclinatorios ocupados por las familias más destacadas en orden de importancia parroquial: en primera línea las tres señoritas en sus muebles sagrados de lujo, luego los Villalba, los Sabogales, los Leones, en seguida, por tradición los Torres, los Reinas, los Morenos, los Guevara, los Vaqueros y los Moras ; los demás escaños estaban reservados para familias de menor prosapia, las naves laterales por familias campesinas adineradas y la parte trasera del templo de Dios y el atrio por los peones asalariados y los indios miserables: Todo según la voluntad de quien sería el Santo Padre Querubín, Pontífice de Dios como le llamaron años después las señoritas y los miembros de las nueve familias importantes después de su frustrado viaje a Roma para postularlo en el cónclave de cardenales con la opción de ser el nuevo Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. La primera gran confusión mundial les impidió realizar sus ilusiones cristianas y retornaron diciendo que la guerra era un castigo de Nuestro Amos Santísimo contra esos países de Europa tan corrompidos, que si nuestro sacerdote Querubín fuera el sucesor de San Pedro en Roma, por lo menos les enviaba un diluvio de fuego sobre Paris igual que en la remota antigüedad llovió candela sobre la pentápolis, está escrito en el Génesis, incrédulos del demonio, y se persignaban con devoción. Clotilde lloró en silencio la muerte de su hijito durante los cuarenta días que duró la ausencia de su esposo a mediodía, mientras el pueblo dormitaba, salía hasta la esquina de la tienda de Salvador a evocar su amargura.
El párroco no suprimió las siestas por parecerle divertido observarlos, cuando escapaban por las ventanas y encontrarse en diferentes lugares a continuar las charlas en los sitios donde se habían interrumpido, y así conocía directamente lo que pensaban de él; sólo que debía observarlos con gafas oscuras, de la que se usan para el sol porque en otra forma los asustaba con la fuerza de su vista penetrante y regresaban temerosos a los lechos de origen o se perdían en los rincones de los cuartos abandonados y los zarzos oscuros. Sibilina los halló después afligidos en su aburrimiento y, según el tiempo transcurrido, descoloridos y transparentes.
Clotilde recordó a Venancio con lágrimas angustiadas los cuarenta días; años después descubriría que sus manantiales de llanto estaban secos para siempre cuando se dio cuenta que su destino era perder a diferentes edades a todos los hijos que concibiera y su marido la consolaba “tranquila mi amor, somos jóvenes y podemos engendrar más, además tengo otros que son como suyos...”.
Con el propósito de llenar el vacío de cada uno de los desaparecidos dedicaban las horas de descano no a dormir sino al amor físico sin concesiones al reposo y lo remplazaban por otro muchachito y así hasta dieciséis veces; la última se marchó en los caudales del río de sangre del parto en que llegó el postrero de sus Benjamines, él con su hermano Julio César, llegado de Francia, serían quienes le sobreviviera, sus cuatro hermanos reconocidos, en el momento de la muerte de su mamá, empezaron a ponerse pálidos y luego transparentes igual que los sueños viejos, hasta desvanecerse en el aire cálido del atardecer y ascender al firmamento donde apareció una nueva estrella esa noche que anunciaba el nacimiento de Benjamín Tercero Huérfano, el neonato que destrozó a su madre por el tamaño descomunal y lo primero que hizo para recordar fue orinar a la comadrona, nació con el cuerpo cubierto por una aceite nacarado que misia maría recogió entre un frasquito para utilizarlo en filtros de amor y otras hechicerías.
Clotilde quedó sepultada en el solar de su casa en una tumba pegada a la de sus hijos y el día de su óbito el rey de los gallinazos, el de collar blanco y ojos humanos, se posó en la cruz de la torre y derramó lágrimas como cuajarones de diamante que su hombre conservó en una urna de cristal de roca. El ejército de Dios destrozó en la plaza a Tobías Villalobos, en el mismo sitio donde apareció colgado el perro, en una hora que nadie conoció, con los puñales asesinos de treinta y seis demonios vengadores del líder convaleciente. El único testigo, Sibilina, en la vigilia conciente dentro de la inconciencia de su descanso vio salir el llanero por una ventana de la casa de las Chicangana, ubicada en las afueras del poblado, y dirigirse sigiloso hacia la parte alta, donde queda la casa del patrón; al cruzar por el parque brotaron incontenibles los diablos con las dagas de sus colmillos al aire, buscando la garganta, no alcanzó a gritar ni decir nada; al día siguiente nadaba en los hervores de su sangre con las manos y los dientes llenos de pelos de perro y el cuerpo despedazado a dentelladas.
En el siguiente amanecer la fachada de la casa cural apareció tapizada con excrementos humanos, desde el nivel del suelo hasta el tejado, ventanas y puertas incluidas; en esta ocasión don Frutos no intentó un ataque directo contra las personas porque sabía que el santón con sus cualidades de lo que fuera metería el terror en los corazones y por eso prefirió demostrarle con la pintada asquerosa que no le temía. Lo increíble, que ninguno supo ni pudo explicarse fue de donde sacaron tanta cantidad de mierda de cristiano para cubrir la superficie de la pared de la vivienda más grande de Quente y sus alrededores. Desde el púlpito inició los ataques contra el patrón; “¡...enemigo de la Santa Religión y de sus ministros, que no viene al templo ni participa de las ceremonias piadosas y vive en concubinato (y temblaba mientras vociferaba y alzaba el brazo derecho con el puño cerrado, amenazante)con esa mujer... como si fueran animales; hijos píos en Nuestro Seños Jesucristo, ese hombrote es un masón descreído y fíjense en los demonios que trajo, quien sabe de donde, para atemorizar a la persona consagrada a Dios para su culto en este mundo. Pero está equivocadísimo si cree poder infundirme miedo, con la ayuda del altísimo y de vosotros, mis amados feligreses (y todos temblaban cuando empleaba el vosotros) combatiré el fuego con el fuego, la espada con la espada y la sangre con la sangre; hombres de Cristo, estamos en guerra para defender la religión de nuestros ancestros, de vuestros padres y abuelos y el futuro de vuestros hijos y nietos!”.
Aunque no comprendieron bien lo del fuego y las espadas escucharon con claridad lo de la guerra y no les agradó, no por miedo sino porque la mayoría de las familias estaban disminuidas por causa de las continuas revueltas que sacudían la patria y la mayoría, en alguna forma, estaban en deuda con el hombre que consideraba enemigo el sacerdote; él, en contra de las santonas solventaba sus penurias económicas. El cura continuó “... Dios es omnipotente, omnipresente y omnisciente y ya demostró que nos protege al enviar la muerte violenta a uno de los caifaces de “ese truhán”...”, y acentuaba sus palabras con fulgores celestiales en su aura de santidad, el brillo de sus dientes amenazantes y el vuelo levitatorio sobre las cabezas de sus fieles en plena ceremonia. Muchos temieron los castigos anunciados y evitaron encontrarse con el patrón y sus allegados. Desde el principio permaneció fiel a su compadre del alma Ananás Villalba, el papá de los niños que ocasionaron la fiesta más recordada que se cometiera en Quente y sus alrededores, superior a la que se realizaría cuando el bautismo masivo de todos sus retoños de los seis pueblos sin vinito francés ni músicos refinados ni comidas especiales, pura chicha y guarapo y aguardiente, carne de res, de cerdo y de animales de monte y canciones de por acá del puro llano bravío y como celebrante el cura de Santa Úrsula, ningún otro quiso desobedecer al santo padre Querubín. El turno correspondió a las fachadas de las casa de las tres ancianas. Aparecieron bordadas como los tatuajes de los marineros con todas las palabras vulgares y alusiones morbosas a la religión, acusaciones indirectas, ironías y sarcasmos de supuestas relaciones íntimas de ellas con el párroco, el cura con el alemán, de este con sus animales. Se atacó al Santo padre de Roma, a los santos, a los mártires de la fe; fueron tantas y tan grandes las porquerías escritas, tan injuriosas, que el presbítero condenó al poblado a sufrir tres días de oscuridad como castigo por las ofensas cometidas contra personas sagradas y la fe de la mayor parte de los habitantes del mundo, atacadas injustamente por ese masón de los infiernos. Los animales se comportaron de nuevo en forma contranatural, por el pánico se adelantaron partos humanos y animales y se escucharon por todas partes lamentos y quejas; se encendieron cirios, fogatas, antorchas... pero nada lograba atravesar la tremenda oscuridad. Los sueños perdidos despedían ligeros fulgores, al pasar flotando por las piezas, que para nada remediaban la falta de visibilidad, y la mirada del padre iluminaba por segundos la plaza cuando asomaba la cabeza por la ventana a regocijarse con los temores de sus feligreses. Transcurridos los días sin luz la gente se agolpó en fila a lado y lado del confesionario para testimoniarle a José María su adhesión en su lucha contra los enemigos de la FE y los llaneros encontraron muertas gran cantidad de reses y todas las gallinas del corral de su mujer; días más tarde se conoció que las de Concepción Chuza, Encarnación Mora, María del Carmen Baquero, Engracia Reina y Mercedes Fúquen, sus otras esposas, también murieron pasados los tres días de castigo que, misteriosamente sólo afectaron a los habitantes de Quente del Santísimo Sacramento (así se le llamó desde entonces), tampoco se pudo explicar lo de las aves; las vacas amanecieron degolladas por los colmillos de la jauría encabezada por Buziraco, recuperado de sus heridas. El templo apareció pintado de rojo, color del partido liberal, desde el atrio hasta la punta de la cruz cimera, pasando por las puertas, las campanas, los vitrales italianos; una granizada arrasó las cosechas del patrón; y así por varios días hasta que una mañana el edificio de Dios amaneció sin campanas y se acabaron, temporalmente, sus insectos antinaturales, diez años pasaron antes de que fueran halladas en la casa de Encarnación, amante de Don Frutos en Santa Úrsula de los Perdidos quien las usaba como materas en la mitad del patio; su hijo Venancio regó el cuento de que su madre tenía unas campanas llenas de plantas ornamentales; sucedió por la época en que su hombre compartido decidió que el sexto hijo de sus concubinas llevara como apelativo Benjamín, para recordar al primero de este nombre que parió Clotilde y que se llevaron los perros llano adentro con rumbo desconocido. Lo atraparon enfrente de la casa de Aminta, la principal de Las Santas como dieron en llamarlas. En retaliación los pajaritos que habitaban en las cornisas del templo y alegraban a los asistentes a los oficios religiosos desaparecieron y los perros tasajearon y esparcieron por las calles los trozos sanguinolentos de Ruperto Devia, otro de los diez llaneros; otro perro que se alejó de la jauría detrás de una perra fue desollado vivo y colgado en un gancho en la puerta de la carnicería de Emigdio Villalba con un letrero “Coma carne de animal bendito” escrito con la peor caligrafía del planeta; los panales de la casa cural fueron destruidos y envenenada la leche que salía de los campos del patrón. Todos los pobladores lloraron y se cubrieron la cabeza con ceniza, maldijeron en coro al hacendado ateo, masón y liberal enemigo de la religión, a sus ocho matones y a las meretrices de sus mujeres, culpables de los castigos sufridos por todos sin distinción: los días oscuros, el nacimiento de animales con dos cabezas, todos los males presentes y futuros y la ira del presbítero, verdadero enviado del cielo; de las iras santas de las beatas salvaguardias de la Santa Fe que nos legaron los españoles y, por los siglos de los siglos “reafirmamos la consagración de nuestro queridísimo pueblo al Santísimo Sacramento. Por su parte don Fructuoso organizó para Quente, y en especial para los hombres del partido liberal, la primera feria ganadera con bandas de música, juegos de azar, riñas de gallos, competencias llaneras, mujeres complacientes para todos los gustos y de todo para que nada falte porque las que se van no hacen falta y las que llegan no sobran.
El ganado llegó de todos los puntos cardinales y se posesionó de las calles, penetró en los solares sin tapias, se tragó las flores en los jardines y las materas, acabó con la maraña agreste de la selva portátil de la casa cural y paró en el café “El Tunebo” rumiando el frescor del paño verde que tapizaba las dos mesas de billar. En la parte trasera de la casa del patrón se estableció la gallera y las riñas se prolongaron hasta amanecer; en las calles más anchas las fritangueras instalaron sus toldos y en el marco de la plaza casetas de juegos de azar. Por cualquier sitio donde hubiera borrachos dispuestos a compartir un catre con una mujerzuela, instalaron tiendas de ocasión las mujeres que llegaron detrás de los ganaderos y sus reses; aparecieron de quien sabe donde de todas las edades, formas, colores y olores que pueda adoptar una hembra. Las decentes permanecieron encerradas durante los ocho días que duró la feria y que la tradición oral alargaría (cincuenta años después) a un mes de vicios sin nombre, depravaciones pecaminosas y cagajón por todas partes. Los postigos de las ventanas permanecían ocupados y a cualquier hora se podían vislumbrar ojos femeninos asomados con disimulo.
Históricamente fue la primera ocasión en que se interrumpió la siesta del medio día pero no en su totalidad porque los varones salieron los dos primeros días para observar a las mujeres de mala nota, con la disculpa de ir a negociar reses, el cura se lo prohibió al descubrir sus verdaderos motivos. Las esposas, hijas y enamoradas dormían su reposo de las doce para que sus sueños escaparan a conocer de cerca una puta de verdad. Las beatas e escandalizaron durante la semana de la feria y rezaron pidiendo un castigo ejemplar de Nuestro Dios para este pueblo corrompido y malo, sin dormir un instante, lanzando destellos con olor de santidad e inquietando a los animales con los brillos de sus aureolas; los foráneos que las vieron se extrañaron a causa de sus edades eternas burladoras de la muerte. Clotilde instaló un puesto de fritanga, guarapo, chicha y aguardiente en la esquina de la casa del párroco como u desafío, con un conjunto de músicos autóctonos y la vigilancia permanente de cuatro de aquellos llaneros. No hubo poder divino que le permitiera al sacerdote desplegar sus dotes maravillosas contra la podredumbre humana que inundaba las calles, circuló entre los ganaderos forasteros, las putas, los tahúres y los vacunos sin poder levitar; deambuló en noches interminables por entre las mesas de juego y los apostadores en las riñas de gallos sin hacer brillar su aura seráfica y su sonrisa arcangélica se borró. Casimiro pensó “el padre diablo por fin está en su salsa. Años después se recordaría que en su larga vida de santidad y poder fue la única ocasión en que sólo fue un humano entre humanos porque ni los perros del alemán acataron sus órdenes y algunos pensamos “seguro Dios lo castigó para sofocarle la soberbia que le brota desde lo más profundo de su alma de vicario apostólico”. El germano salió a diario y bebió hasta ponerse en estado comatoso y se acostó siempre con una muchacha mulata que le hacía evocar a su mujer que se marchó con el cantante pero venía durante los sopores del mediodía a dañarle los sueños.
Sibilina en su mudez permanente sonreía al escuchar los comentarios de los visitantes sobre cualesquiera tema relacionado con sus coterráneos. Ella sabía con certeza lo que sólo aventuraban en aproximaciones de verdad las demás personas. Sin que él lo supiera ella recorrió con el cura, detrás de él, las calles de perdición con su sueño deambularte. Las tres señoritas rogaron al Altísimo para que la tierra se abriera y devorara a los réprobos, blasfemos y descreídos que llegaron a Quente con los vicios desconocidos; las esposas para que sus cónyuges no se alejaran de la pureza del hogar y las novias para que sus novios no marcharan detrás de una vagabunda que de pronto les echaba alguna cosa para conseguir su amor; “ les echan un polvo” comentaba algún chistoso.
El cura suplicaba “¿Dios mío, qué pecado he cometido para que me castigues así?, te lo pido, no me retires tus dones de poder cuando más los necesito, Señor, para demostrar a estos pecadores el poder de tu Sacratísimo brazo, Dios mío y Señor mío, es que hasta en tu santo recinto se han metido las manadas a dejar sus plastas delante del altar mayor, ¡OH, Dios mío, por lo menos el último día permíteme dar un escarmiento a todos para demostrarles lo que pueden tus iras divinas”. La feria terminó y marcharon los ganaderos sin las reses vendidas yo arreando las recién adquiridas, con sus gallos triunfadores o el recuerdo de los que murieron en el ruedo, con los bolsillos rebosantes de billetes o el sabor amargo de las pérdidas; todos llevaban el sabor pegajoso en la garganta y el malestar general causado por los excesos . los varones de Quente temerosos de castigos recordaron durante largos meses las horas en que lograron compartir con las mujeres de los toldos, las casetas y la gallera y pudieron acariciarles las tetas y pellizcarles las nalgas y proponerles relaciones ilícitas hasta cuando el cura los descubrió y censuró bajo pena de excomunión la asistencia a esos lugares . Por lo mismo los recorrió en busca de infractores que jamás halló porque descubrieron la pérdida de sus poderes y, amparados por la complicidad de las guarichas fornicaban en sus propias narices en la parte trasera de los negocios sobre un cuero curtido por el sol. Sibilina si vio y oyó pero no sabía comunicarlo, hasta el día en que recuperó la voz por un milagro del curita Luis Beltrán, el español que llegó a remplazar al santo padre Querubín por los días de su viaje a Roma, y nadie le creyó porque aseguraron que había perdido el seso.
Todo acabó y José María no recuperaba sus capacidades extraordinarias. Hicieron rogativas, procesiones nocturnas con estandartes y antorchas y hasta una romería al santuario de Nuestra Señora de los Milagros y Dios como si nada, no le devolvía los poderes y esto ocurrió de repente, cuando el poblado quedó limpio de foráneos; dos de los llaneros habían escondido para su placer y beneficio a dos puticas jóvenes y mientras no marcharon el sacerdote no recuperó sus tributos celestiales. En otra feria si pudo demostrarlos y flotó y brilló con luz propia, hizo repicar las campanas nuevas con avispas de ruido que castigaron a los malhablados aguijoneándoles los oídos y la lengua y transformándolos en seres irreconocibles que recuperaban sus facciones normales después del sacramento de la penitencia y una limosna para la Iglesia de Dios y también revivió el sueño bíblico de un rey egipcio con unas vacas flacas que se tragaron a otras gordas y defecaron mierda de cristiano. Esta vez no, soportó la mirada burlona de las bandidas y las sonrisitas de los ganaderos liberales, el irrespeto de los conservadores de otros lugares que acariciaban de manera obscena a las prostitutas en su presencia y los gritos de apuestas en las mesas de juego, aguanto sueños de reclamos de esposa y novias a pesar de la prohibición y anheló una lluvia de lo que fuera sobre el pecado y la perdición; sacó animales del templo del Señor y cerró puertas con cerrojos y trancas, expulsó animales del interior de la casa cural y echó veneno en los muñones de los tallos marchitos, encargando otra pequeña selva a unos arrieros que viajaban con sus mulas llano adentro, con plantas carnívoras y pirañas incluidas y todo de todo; encargó a sus tres colaboradoras incondicionales la confección de una sotana nueva porque esta estaba mordisqueada por un semental que aprovechó una de sus momentos de frustración y ensimismamiento mientras observaba los estragos del pecado en Quente del Santísimo Sacramento , tal como quedó consagrado desde entonces, y rumió, al tiempo con las vacas sus deseos de venganza contra don Fructuoso, la vagabunda de su mujer, los llaneros y todos esos borrachos cabrones que se orinaban y defecaban al frente de las viviendas respetables.
Durante estos días y sin darse cuenta, en sus horas angustiosas sin poderes, continuó la guerra solapada. Una noche los perros hambrientos, porque el alemán llevaba cuatro días tirando con Lola Cruz y bebiendo, mataron y devoraron tres vacas llevando unos trozos sanguinolentos a los muchachos enjaulados, acostumbrados a comer igual que los caninos; masacraron seis gallos finos del patrón y su compadre Ananías, fijos ganadores que iban a pelear contra los de Carlos Gantiva de San Jacinto del Guacal; era una cuestión de honor y llegan estos hijos de perra y se los tragan. “Clotilde, mija, mande unos músicos escandalosos a las casas de las viejas y que toquen toda la noche para quitarles el sueño; ustedes, Antero y René busquen un mal parido perro y lo desuellan para ver como se lo comen los gallos de riña”. “Como ordene patroncito”, y atraparon uno canelo grande y colmilludo que respondía al nombre de Barrabás: El alemán, cuando lo supo, lloró como un niño chiquito.