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Uno

Todos estábamos callados. La tarde daba paso a la noche con una lentitud perezosa y parecía que los temas se habían agotado. El último tenía relación con nuestro amigo "Cirrosis", de quien las noticias más recientes eran inciertas y preocupantes.

Por aquellos años el hombre era muy buena persona. Todavía no se le había metido el demonio entre el cuerpo -dijo "Medio litro" a los que quisieron escucharlo, mientras sus ojos opacos se perdían en la semi penumbra de la tienda- si, excelente tipo como amigo, compadre o lo que fuera. Yo, que fui uno de sus amigos más cercanos, recordé sus charlas cuando abrí uno de los cuadernos que encontré entre la barahúnda de papeles que metió entre seis o siete costales para que se los llevaran con la basura; estaba escrito en letra pareja, con una caligrafía de la de antes, la que enseñaban en la escuela primaria, o el colegio donde él estudió...

Los bombillos de la calle se fueron encendiendo. Primero los del alumbrado público y, luego, los de las casas. En la lejanía el sol ya no se veía; sus rayos pintaban de arreboles las nubes pero a nosotros, los contertulios del "Bar Apocalipsis", nos importaba un rábano si parecía hermoso el ocaso. Todos estábamos sin dinero entre el bolsillo y el "Tunebo", un indio puro, nos tenía cerrados los créditos hasta nueva orden; lo cual significaba que mientras no pagáramos las cuentas atrasadas ni soñáramos con una simple cerveza y, menos, una botella de trago. Ninguno era demasiado antiguo en el pueblo y menos en el bar. Perdón, don "Medio", como le decíamos para ahorrarnos el litro, sí lo conoció de tiempo atrás, desde la adolescencia, y sabía mucho de la vida de "Cirrosis"; este lo nombraba de muchas maneras pero, según explicó una noche de tragos, todos los nombres significaban lo mismo; lo llamaba Viejo, Arcaico, Vejestorio, Vejete, Vetusto, Descontinuado, Vegetativo, Deslucido y otras rarezas, según su estado de ánimo; por respeto le decía "Don Antiguo". El hombre debía sobrepasar los sesenta años de edad y "Cirrosis" no pasaba de los treinta y cinco, sin embargo eran muy amigos, mejor dicho, desde siempre, y no sé si decir fueron porque no sabemos nada concreto de nuestro compinche joven, desde hace ya algún tiempo.. Nosotros adoptamos la costumbre de nombrar al viejo por uno de sus alias y yo, en particular, imitaba en demasiados detalles al amigo desaparecido. El veterano hablaba de detalles que conocíamos todos por las charlas de borrachos que sosteníamos, cada vez que teníamos dinero o crédito para emborracharnos, y que el viejo contaba para llenar las horas eternas alrededor de una mesa que se iba llenando de botellas, de vasos y de copas. Bueno, me faltaba nombrar las manchas redondas del culo de los recipientes, la ceniza de los cigarrillos, las etiquetas a medio romper de las botellas, una que otra mosca difunta patas arriba sobre la mesa o despanzurrada por un golpe de suerte seguido de carcajadas (la ejecución tenía variadas formas: una palmada, un puño, un botellazo, con un periódico, con un zapato y, en un estado delirante de borrachera de un cabezazo). Por temporadas, que duraban poco más de una semana, preferíamos tomar en la casa del vejete. Podíamos hacer lo que se nos viniera en gana pero al cucho lo martirizaban los recuerdos de los tiempos felices pasados entre esas paredes con su difunta esposa y los hijos, que se marcharon para siempre a causa de sus borracheras, de malas, le decíamos, esos desventurados no se lo merecían a usted, viejo querido.

Algún día uno de nosotros apareció con tres botellas de chirrinche, agenciadas quien sabe dónde, y nos reunimos en la casa del viejo a beber a la salud de los muertos, a la de los vivos que se aburrían de sobrios, de las putas, de las monjas, de las niñas bonitas del pueblo, de las feotas a quienes les podíamos hacer el mandado si estaban dispuestas ja, ja, ja... El vetusto tenía un aparato que, en sus buenos tiempos, debió ser una radiola y ahora era un armazón lleno de cables y de cosas rotas que sonaba por artes diabólicas; sólo cogía emisoras de onda corta porque el tocadiscos estaba dañado desde la época en que el vetusto y el “Profe” puteaban en la capital; nos gustaba una emisora que transmitía boleros y tangos y, de vez en cuando rancheras... paremos de contar. Terminada la primera botella "Medio ele" propuso que lo escucháramos leer uno de los cuadernos del desaparecido "Cirrosis". La idea nos pareció una cagada de mal gusto pero pudo más la curiosidad, eso sin contar que, si queríamos beber, los escuchábamos o nos jodíamos porque el flaco, que fue el genio de las tres botellas, sí quería quedarse a oír. "Malparidos del demonio, escuchen lo que les dejó su amigo que quien sabe si descansa en paz”, nos dijo el viejo y empezó:

-           "Cuando mi padre bajaba al pueblo a visitarnos tenía la costumbre de llevarme a las tiendas donde se reunía a beber con sus amigotes, yo era su orgullo por el motivo de ser su primogénito, y conversaba delante de mí de todos los temas que ocupan a los varones en este tipo de actividades: deportes, negocios, conflictos de diferente índole y, sobre todo, de mujeres. Allí me enteré de muchas conquistas de mi padre, sus amigos poco salían del pueblo y este era muy pequeño para permitir aventuras extramatrimoniales y las pocas mujeres que prestaban su cuerpo ya se sabía a quienes pertenecían, claro que estas conclusiones vine a sacarlas muchos años después; en ese entonces yo me enorgullecía de mi padre porque sus amigos se asombraban de sus proezas varoniles y después de mucho tiempo comprobé que eran ciertas; allí empecé a tomar, sobre las rodillas de mi papá o jugando en una mesa vecina que estuviera desocupada, en la que iban acomodando las botellas vacías o a medio vaciar, cuando no me miraban tomaba sorbitos que me hacían sentir extraño pero para nada mal. Sólo un día sentí unos malestares horrendos y fue cuando mi padre, viéndome tomar con agrado de su cerveza, me dio media copa de aguardiente y vomité hasta las tripas, mi abuela, que era la madre de él, lo maldijo y lo trató muy mal cuando me vio y se dio cuenta de la causa de mis males. Durante una larga temporada mi padre dejó de llevarme a sus tomatas y si mal no recuerdo ni me hicieron falta pero, cuando salía con mi abuelita por la calle (nunca me dejaban salir solo), y pasábamos por el frente de los establecimientos donde vendían licores, la cerveza me volvía agua la boca y el trago me rebotaba el estómago. Mi infancia fue una cosa rara porque me crié con mi abuela, una tía abuela y la muchacha del servicio y eso, hasta donde recuerdo, me convirtió en un solitario.

Tomamos un buen trago de la segunda botella llenos de recuerdos y añoranzas por ese amigo desaparecido que tantas horas compartió con nosotros. El trago es buen amigo de los amigos –pienso- porque nos trae imágenes y palabras que en sano juicio nunca recordamos. Pasada la ronda de trago que mermó el líquido como a la mitad, “Medio L”x prosiguió con la lectura:

-           “A los seis o siete años, y sin saber el motivo, resulté de acólito en la iglesia del pueblo, un edificio enorme para un pueblo tan pequeño pero como la fe de sus habitantes era más grande que sus necesidades reales y como no existían en la población miserables absolutos la iglesia se construyó con la contribución de todos y hasta el reloj lo donó un familiar lejano de mi madre, tal vez como expiación de sus pecados porque, según me contó ella, era un fornicador empedernido que nunca tuvo hijos con su esposa legítima y si con varias mujeres del campo con la cuales sólo engendró mujeres que su esposa crió y educó con una paciencia de santa. En la penumbra de la sacristía me reencontré con el que habría de ser mi más fiel y asiduo amigo, de toda mi existencia, metido entre las botellas: el delicioso y nunca bien ponderado vino de consagrar que me convirtió en católico fervoroso pues me hizo pensar que si esa era la sangre de Cristo ese señor tuvo que ser una persona excelente. Como tres años me duró la dicha, y la fe, porque todos los días el curita celebraba la misa y era parco en el beber, de manera que en las vinajeras quedaba casi completa la sangre de Jesús que “salvaste al mundo” y yo no podía dejar que se perdiera este líquido sagrado, de manera que lo libaba con una fe extraordinaria. Además, me ayudaba el buen ejemplo del sacristán, un viejito que tenía una gran estimación por la sangre de Nuestro Señor y acumulaba botellas detrás del altar mayor. Parece que con un cambio de sacerdote descubrieron que el pobre sacristán estaba embriagado con mucha frecuencia por la dicha de tener al Señor en su interior y lo echaron. Para mí se acabaron las motivaciones de acólito; el cura que llegó era prácticamente abstemio en todo sentido y todo lo tenía medido y guardado; años después lo recordé en las líneas del maestro Quevedo y su obra El buscón. En algún momento, para ocultar mi estado, comencé a inventar mareos y dolores de cabeza que mi madre no creyó por pura intuición materna pero como mi palabra era ley para mi abuela, sí señor, adiós a los hábitos religiosos.

Edgar Tarazona Ángel
http://edgarosiris310.blogspot.com

 

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