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—A estas horas ya estarán bien —respondió Gheywin, despreocupado—. Les metí un veneno en la cerveza pero sólo una pequeña dosis. Ya está anocheciendo. Cuando crucemos el puente sobre el barranco, nos pondremos el ungüento y buscaremos un lugar para pasar la noche a salvo de los whorgos. —Gheywin.


—¿Qué?


—Quería decirte que el que desee volver a ser la que era, no significa que esté a disgusto contigo. A decir verdad es todo lo contrario. No podía haber encontrado a nadie mejor que tú en un mundo desconocido como éste.


Gheywin se sonrojó. Silvia comenzó a pensar que el muchacho estaba enamorado de la tal Radjha.


—Ten cuidado —dijo aquel— el puente no es seguro.


Comenzaron a pasar. El puente era una inestable estructura de cuerdas con traviesas de madera como piso. Otras dos desgastadas maromas servían de pasamanos. Salvaba un barranco no demasiado profundo aunque sí lo suficiente como para tener cuidado. Avanzaban poco a poco. En un momento, Silvia resbaló. Gheywin la sujetó con fuerza para que no cayese pero, en el intento, el zurrón se deslizó por su brazo y cayó al barranco. El chico se contrarió.


—Tengo que bajar a buscarlo —dijo—. No sólo por la comida y otras cosas necesarias. Lo peor es que el ungüento también está dentro.


—Voy contigo. —No. Es peligroso. Termina de cruzar el puente, trepa a un árbol y espérame allí. Volveré tan rápido como pueda.


Silvia dudó un instante pero comprendió que eso era lo mejor. Una vez al otro lado, observó cómo descendía su compañero hasta que le perdió de vista. Ya prácticamente había oscurecido y decidió buscar un árbol frondoso y no muy difícil de escalar. Anduvo despreocupadamente por los alrededores, aguzando el oído por si escuchaba volver a Gheywin. Le llamó la atención la ausencia de ruidos. No se oía ni un murmullo y eso le pareció raro. Debería escuchar, al menos, el canto de algún ave nocturna. De pronto creyó oír algo. Pensó que sería Gheywin pero, no: el ruido había sonado muy lejos. Se mantuvo alerta y enseguida lo escuchó de nuevo. Silvia empezó a tener miedo. Lo primero que se le ocurrió fue subir a un árbol y entonces se acordó del ungüento. Sería presa fácil para los whorgos. Regresó al borde del barranco.


 —¡Gheywin! —llamó con voz apenas audible.


Nada. Gheywin no la había oído o estaba aún muy abajo. Los ruidos se fueron acercando. Ahora los oía en dos direcciones distintas. —¡Gheywin! —repitió la llamada, esta vez algo más alto.


No hubo respuesta. Ahora, el ruido fue inconfundible. Eran whorgos y estaban cerca; muy cerca. Silvia se agitó, aterrada. Algo se movió a su izquierda pero no solo fue el movimiento. La chica podía sentir el hedor. No lo pensó más y echó a correr pero eligió mal la dirección y casi se topa de lleno con una de las bestias. Frenó en seco su carrera tan cerca de ella que pudo ver claramente las babas que colgaban de sus belfos.


Arrancó en otra dirección esquivando una de las zarpas del whorgo y corrió como nunca lo había hecho, seguida por varios de ellos, pero su velocidad no era suficiente y Silvia supo que iban a darle alcance. Se le nubló la vista. No podía preocuparse en lo que tenía delante, sólo en correr, en salvar su vida.


Ya los tenía justo a su espalda. En un momento de su carrera giró la cabeza para comprobar la ventaja que les llevaba y no vio la rama que tenía delante. De repente sintió un fuerte golpe en la cabeza y cayó al suelo, conmocionada, perdiendo el sentido.


Despertó atemorizada y ya veía segura la muerte,  tan cerca, que una fuerte opresión le atenazaba el corazón. Ya sentía la tibia humedad del aliento de los whorgos en su cara y abrió los ojos desmesuradamente. Fue entonces cuando vio a Seti, con su boca junto a su mejilla. Éste comenzó a lamerle suavemente. Silvia no pudo contenerse y abrazó con fuerza al perro mientras dejaba escapar unas lágrimas.


—¡Seti, Seti, Seti! —de su boca no salían más palabras.

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