—Por ahí, no —le dijo—. No hay salida. Sígueme.
Corrieron durante un buen rato pero el muchacho era mucho más rápido. Cuando éste vio que Silvia quedaba atrás, se detuvo a los pies de un gran árbol y esperó a que ella le alcanzara.
—Nos cogerán —dijo jadeando—. Sígueme.
Comenzó a trepar por el tronco del árbol. Una vez sintió asegurados los pies, le tendió una mano. Ella se asió con fuerza y trepó asimismo.
—No podemos quedarnos aquí. Nos verán. Hay que subir más arriba.
Silvia obedeció sin rechistar y subieron hasta una altura que daba vértigo. Se acomodaron como mejor pudieron y esperaron en silencio. Entonces, el chico acercó su cara a la pelliza y la olisqueó.
—¿No te has puesto el ungüento? —preguntó.
—¿El ungüento? —respondió ella con cara de no entender. —Estás como lela. ¿Qué te ha pasado?
Sacó entonces un tarro del bolsillo y untó la pelliza de Silvia con una crema que había en su interior. Ella fue a protestar pero, justo en ese instante, el chico le tapó la boca con una de sus manos.
—Shhh. Ni una palabra —le susurró.
Fue providencial porque unos sonidos aterradores fueron escuchándose cada vez con mayor claridad. Al cabo de unos segundos, quienes los producían se pararon justo debajo del árbol. Silvia no los veía pero aquellos ruidos, indescriptibles, como los que sólo pudiera emitir una criatura monstruosa le erizaron el vello de la nuca. Ya no hizo falta que su compañero le amordazara puesto que ella se sentía incapaz de pronunciar palabra alguna. Aquellas bestias estuvieron desorientadas varios minutos junto al tronco en el que estaban guarecidos mientras ellos dos escuchaban sus soplidos, gorgoteos, bufidos y ronquidos en una orquestación confusa y tremebunda. Por fin se marcharon pero los niños no se atrevieron a moverse hasta pasado un buen rato. Fue el chico quien habló primero.
—Ya podemos bajar. Se han ido.
—¿Qué eran?
Él la miró sorprendido.
—Definitivamente, parece que no eres la misma. Son whorgos.